lunes, 12 de julio de 2010

La estación

A través de los cristales del techo abovedado de la estación de trenes se empezaba a filtrar la luz de la mañana. A su antojo brillaba el mármol de pisos y paredes y el pulido bronce de los postes que sujetaban largas cintas forradas de terciopelo rojo, que guiaban a los pasajeros hacia la venta de boletos.
Detrás del mostrador, en lo alto de la pared, cuya descomunal altura la daba al recinto un aspecto solemne de catedral, una enorme cartelera informaba los itinerarios de los trenes, que llegaban y salían de la estación con rigurosa puntualidad.
El personal de la Agencia General Ferroviaria ya ocupaba sus puestos de trabajo, enfundado en su inconfundible traje azul marino. Diligentes, atendían al cada vez más creciente número de viajeros, que comenzaba a alinearse en ordenadas filas ante las taquillas.
Largas cadenas humanas desaparecían en el interior de los vagones, para emigrar desde los suburbios hacia sus empleos en la gran ciudad, en medio del silbido de las locomotoras, el traqueteo característico de los rieles y el resoplido de vapor de sus máquinas. Al final de la tarde, las puertas acristaladas liberaban masas ingentes de rostros cansados que retornaban a sus hogares.

Por Irene de Santos

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