lunes, 29 de noviembre de 2010

Ligerezas del olvido Loli Nardi

Mi abuela Emilia ha sido la mujer más cercana a mi vida desde que tengo uso de razón. Llegó de España casada por poderes con mi abuelo Eduardo en la época del régimen Franquista. Siempre extrañó su tierra y a su familia. Contaba historias de su vida en España una y otra vez. Sin embargo, los años que llevaba fuera superaban hacia rato los que vivio allá.
Mi mundo resplandecía al verla cruzar la puerta. Saludaba a todos con alegría y hacía su ronda de cantares todas las tardes. Tenia montones de canciones pegajosas que la acompañaban siempre. Mi abuela era una explosión de sentimientos, lo que no la hacía reír, la hacía llorar.
Los años pasaron y atrás quedaron las visitas diarias a mi casa, los cuentos, las risas, las canciones y los fines de semana en su apartamento. Vivo fuera del país y la visito solamente un par de veces al año. La última vez la vi poco, pero un par de horas con ella fueron suficientes para transportarme a ese mundo de mi niñez, cálido, seguro y alegre. 
Cuando me encontraba fuera, nos llamábamos con frecuencia. Por unos cuantos meses todo parecía estar bien. Nos contábamos cosas de la rutina, nos reíamos y de vez en cuando hasta llorábamos un poco. Pero de pronto, comencé a notar cambios. Cada vez me llamaba menos. Conversábamos vagamente y la sentía desmotivada y ausente.
− ¡Lelita, hola! Días sin hablarnos, ¿te olvidaste de mí?
− Ay mi niña. Sabes que eso es imposible. Mucho quiero a todos mis nietos, pero tú sabes que eres algo especial para mi corazón y te adoro.
− Cuéntame, ¿Cómo va todo? ¿Qué has hecho? ¿Has ido a casa de mi mamá? ¿Y mi abuelo?
− Pues todo igual. Como voy a estar. No he salido para nada, no me provoca. Me siento cansada, aburrida, sin ganas de nada.
− ¿Estarás enferma Lela, gripe o algo? ¿Y mi abuelo qué dice?
− Qué caso me va hacer si se la pasa viendo su fútbol, beisbol y cualquier deporte que encuentre. De tu madre no sé nada tampoco hace días. Ella no visita, eso lo sabes. En fin, adiós mi niña.
Y antes que pudiera siquiera despedirme o protestar, me había colgado el teléfono. No me lo podía creer. Así ocurrió con frecuencia en las llamadas que siguieron. Lloraba por cualquier cosa y me colgaba sin más antes de siquiera lograr hilar una conversación. Ya ni siquiera me saludaba con el acento andaluz y el “mí niña” que durante toda mi vida precedió cualquier frase que me dirigiera. Un simple hola sin fuerzas se me enterraba en el alma. Ella estaba cada vez más desganada, yo diría que hasta peleona, irritable y yo, acongojada, perpleja.
Al poco tiempo recurrí a mi mamá, sin éxito. Me dijo que eran cosas de ella, que últimamente le había dado por llamar la atención, que lloraba por todo y que la última era que no salía de su casa.
− Es el colmo, tiene a mi papá de esclavo. ¡Hasta el mercado le tiene que hacer!
Le insistí, le dije que estaba preocupadísima, que tenía que ser una depresión severa o una enfermedad que la estaba haciendo sufrir y no quería decir nada para no preocuparnos.
− Tienes que llevarla ya al médico mamá. ¡Tú no le prestas atención a mi abuela y un día de estos se nos muere y tú ni te enteras!
− Te lo he dicho siempre. Tu abuela con ese cuento de que este año es su última navidad, nos va a enterrar a todos. Ya lo verás. ¡Tú y tu abuela, qué fastidio! ¿Por qué no te ocupas tú, ya que tanto se quieren?
Decidí recurrir a mi papá. El la quería como a una mamá y era mucho más objetivo y seguramente resolvería.
− Papi, por favor. Tú sabes cuánto quiero a mi Lela. Estoy tan lejos y no puedo hacer nada. ¡Ni siquiera verla directamente para saber mejor qué puede estar pasando! Tengo un mal presentimiento. La Lela está muy deprimida. Es algo grave papi, por favor habla con mi abuelo. ¡Llévenla al médico pronto, te lo ruego!
Pero no pudo hacer nada. Tanto mi abuelo como mi abuela se negaban a recibir ayuda de nadie. No quisieron siquiera aceptar que mi mamá mandara a la muchacha de servicio a ayudarlos. Y asi, entre una alerta y otra, con mucho descuido y distracciones de parte de todos, el tiempo se nos fue pasando. Y entonces, ya no sólo fueron ligerezas del olvido.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Erró mi torpe mano

Aníbal Guerra aceptó trabajar los carnavales en el bar América, ubicado al final de la avenida Baralt. El dueño, el italiano Francesco, de bigotes y brazos gruesos, se lo advirtió: esto será un infierno, nada de fiao. La tarde no refrescaba y la gente había ido llegando. Francesco estaba entre la barra y la cocina, mientras que Aníbal despachaba cerveza y coñacs en partes iguales. Solo alguna que otra mujer con marcado acento decía “un anísito, mi amor”. 
Entre los clientes habituales estaba el Dr. Bustamante quien llegó con su usual comitiva de tres abogados, siempre conversando entre ellos, ninguno estaba disfrazado. Del grupo de los poetas, que en ocasiones ocupaba más de dos mesas, no había llegado nadie. El bar estaba lleno de turistas y gentes venidas de la otra costa del lago, así que cuando Don U llegó con Felipe tuvieron que conformarse con una esquina en la barra, donde Aníbal rápidamente les sirvió brandys en sendas copas. 
Don U tenía un año de luto por su hermano Santos. Quedaron huérfanos cuando Don U tenía siete años, ambos  criados por su abuela materna. Santos había sido su referencia, su gran hermano, por eso el luto. Del chaleco sacó la boquilla y en un acto instintivo encendió un cigarrillo y de espaldas a la barra oteó el bar que ya estaba lleno de disfrazados y francesas
En una mesa cerca de la entrada estaban tres hombres sin disfraces, por su pinta parecían paisanos, policías de civil. Habían llegado después del mediodía, estaban borrachos. José Fuenmayor había llegado de La Fría a celebrar los carnavales con su amigo Miguel Cadenas. El tercero un compañero de trabajo.
Miguel Cadenas, no era marabino, venía de la Fría. Llegó buscando oportunidades de negocios y terminó trabajando para el gobierno. Solía comentar a sus amigos que era una suerte de espía, aunque aquellos  que lo conocían bien, los que sabían su historia, no creían en él. Recordaban el cuento del becerro. Siendo todos más jóvenes, Miguel se apareció con un becerro amarrado y lo cargaba en el lomo como un gran premio. Les contó como lo había enlazado y  degollado con sus propias manos. Seguía su historia con que se lo había robado de la finca de los Colmenares, los hacendados más ricos de la región. Los amigos no podían creer tanta osadía de Miguelito, él que había sido un cobarde, que no se montaba en burro de noche por la sierra, que en lo que bebía se ponía dormilón y fastidioso. Pues allí estaba, Miguelito transformándose en Miguel. Uno dijo -vamos a hacer una fiesta y nos los comemos, y otro consigue la caña y más allá —invitemos a las mujeres. Miguel no decía nada. Seguía parado con sus botas de trabajo y el becerro hediondo colgado de los hombros. Entonces comentó que ese becerro era para su familia. El ambiente de fiesta que se había formado alrededor del animal como un altar cayó a la deriva, hasta de mal humor se pusieron algunos. Miguelito explicó entonces que lo hizo pensando en su familia y que para el viernes volvía a la finca La Colmena y se cogía otro becerro. De nuevo el ambiente de fiesta y hurras para Miguel. Llegó el viernes y Miguelito no aparecía, lo fueron a buscar a su casa y no salió, ¿qué le pasaba a Miguelito?, si hoy en la noche repetiría su hazaña, no ocurrió nada ni esa noche ni las siguientes. Miguelito tampoco se reunía con sus amigos, los había dejado. Tal proeza no podía quedar en el olvido y, con el transcurrir de los días el rumor de la historia fue cayendo en todas las casas como un itinerante. En cada puerta una variación: no fue un becerro fueron dos, sí uno lo tenía vivo, se llenó de gallinazo para que no lo vieran y los animales no lo olieran. Así la historia fue cogiendo vuelo y llegó a los oídos del Sr. Colmenares, usualmente parco, solo le dejó un mensaje en el bar del pueblo: “todo es mentira a mi no me han robado nada y el que me robe ya sabe lo que le va a pasar”. Un mensaje que atravesó el pueblo más rápido que un caballo desbocado. La familia de Miguel, temerosa, admitió que lo habían comprado. 
Afuera se ocultaba el sol picante y el frescor venido del lago aliviaba la tarde. Dentro del bar, el calor era de mediodía. Había antifaces, mujeres disfrazadas con máscaras y hombres borrachos con sombreros. Las parejas bailaban al ritmo de la vitrola. Algunas mujeres salpicaban con fuelles llenos de harina o maicena jugando a carnaval o regalando máscaras. Los poetas ajenos a la fiesta hablaban:
—Udón, pero no crees que el Zulia debería levantarse, el gobierno central se está burlando, esta revolución no ha hecho nada por el Zulia. Es igual a Guzmán.
—Para poder hacer algo así tenemos que tener el apoyo de Europa o por lo menos de Estados Unidos. Recuerda lo que pasó hace unos años.
—Conozco gente que está dispuesta a enfrentarse. Si nosotros como intelectuales hacemos algo, el mundo escucha.
—El mundo no escucha, ni siquiera los hombres nos oyen, no podemos sino seguir elevando con nuestra lírica, con nuestra prosa la voz del Zulia, como una sola y gran fuerza: unidos.
Felipe, sin responder, brindó y chocaron las copas.
—No nos queda otra finalizó Don U.

—¿Quiénes son esos dos, de qué están disfrazados?, preguntó Fuenmayor, con el cabello y la camisa salpicados de maicena. Señalando los únicos dos cuerpos intactos en el festival.
—Esos son unos artistas,  siempre vienen por acá, respondió el compañero de Miguel, quien lucía un antifaz azul metálico que recordaba a un gato. -¿Qué se habrán creído, por qué no los  enharinamos? dijo Fuenmayor.
—No, intervino Cadenas. Dejemos a esa gente tranquila.
—¿Vos no sois gobierno?-repicó con sorna Fuenmayor- ¿dizque espía?
—¿Espía? contestó el compañero y soltó una carcajada que cayó en Cadenas como un balde de agua fría. Nosotros somos guardias civiles, asignados a la entrada de los tribunales.
—¿Vigilantes?
—Guardias civiles. Estamos armados.
Miguel no contestó. Sus botas militares eran lo único que lo identificaba como guardia. Tomó un puñado de harina de la mesa y con la cerveza en la otra mano atravesó el local. Anduco con equilibrio precario entre las personas que seguían bailando. Llegó a la esquina de la barra, Aníbal-el barman- lo vio venir pero  se distrajo sirviéndole a una insistente señora. Miguelito, orondo, volteaba a la mesa donde estaban sus amigos y con un grito que no molestó a nadie dijo: carnaval y le vació la mano en las cabezas de los poetas. 
—Déjese de vainas, no ve que no estamos jugando, dijo Don U con el polvo todavía flotando en el traje veteado.
—Aquí todos juegan respondió Miguelito. Retador.
—Pero, ¿usted es memo o qué? Insistió Udón, que ya se había levantado. En su copa flotaban grumos blanquecinos. 
Felipe intervino.-Dejalo que está jugando.
 No había terminado de hablar cuando Miguelito  lanzó un segundo puñado de harina que salpicó a los dos. Desde la barra, Aníbal veía la tensión; las parejas enfiestadas seguían de rumba. 
Don U, sin replicar, sacó de la pechera una revólver. Felipe conocía a su amigo y  trató de detenerlo. Los ojos aindiados fijos sobre Miguel y la cara sin mediar palabra. El poeta tan elocuente estaba callado. El amigo trató de calmar los ánimos y Miguel dejó de reír. El poeta iba en serio y Miguel fue retrocediendo, luego corrió a esconderse.
Sonó un disparo. Miguel se metió debajo de una mesa. Estalló un segundo disparo. La música seguía en el ambiente pero su función ya era otra: cubrir los gritos de las mujeres que  despavoridas abandonaban al Bar América. Algunos curiosos se quedaron pero la fiesta había terminado. 
Miguelito fue de los primeros en largarse con sus dos amigos, ni pensaba en el becerro, solo recordaba la expresión del poeta. Su rostro sobre él que le impidió sacar la pistola.
Aníbal nunca había visto tanta sangre. Entre las mesas Felipe moría.
 —Búsquese un doctor, le demandó Don U al muchacho que se perdió tras la barra buscando a su jefe. Pocas personas se acercaron.
 Don U aguantaba a Felipe desfallecido. Le susurraba —perdóneme. Felipe inconsciente no oyó una palabra, la mancha roja los unía a los dos como una faja siamesa.
 Don U se quedó a su lado hasta que llegaron las autoridades. Felipe ya estaba muerto.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Josefita

Josefita Campos nació inesperadamente, faltaban dos meses para cumplirse el tiempo reglamentario cuando irrumpió de súbdito dentro de un carro y en pleno viaje por la carretera vieja de La Guaira. Era la sexta de los hijos del matrimonio que desde hacía un año vivía a la orilla del mar pues el padre, galeno, pasó a trabajar en el hospital de esa ciudad. Afortunadamente su profesión ayudó en las circunstancias y una mantilla que Milagros llevaba cuando viajaba a la capital, cubrió a la niña.

Baja de peso como era de esperar, Josefita, se convirtió en la miniatura de la casa a quien todos consentían La amamantó una holandesa pues Milagros tuvo trastornos a raíz de lo violento del parto en plena carretera.

Creció con lentitud pero con armonía, en ella todo era pequeño aún cuando alcanzó la edad adulta, convirtiéndose en una bella jovencita siempre con aire más de niña que de adolescente. Era llamativa para todo el mundo por su singularidad, decían: es como una muñequita, es un “bibelot”.

No obstante entre el consentimiento de la familia y la pérdida de Lenche, la nodriza holandesa, cuya separación no superó nunca, Josefita desarolló un carácter quejoso y regañón, y una rigidez de conciencia que caía en lo medioeval. Esto no atraía fácilmente a las “conquistas”, a quienes espantaba con su modo de ser. Sin embargo no dejó de tener sus enamoramientos, un estudiante de medicina a quien terminó rechazando porque consideraba que los orígenes europeos del joven entorpecerían la convivencia conyugal: -Pensamos distinto- afirmaba con convicción- para después de la ruptura no recuperarse nunca. Y luego fue cortejada por el viudo de una prima, entonces huyó de la relación porque no se vería bonito, sería una falta de gusto y consideración con la difunta y sus hijos.

Así la vida la sorprendió a los cuarenta y cinco años sola y repleta de nostalgias, soñando con lo imposible y lamentándose de su mala suerte. Y si su carácter era agrio, ahora se desahogaba mandando arbitrariamente a todo aquel que se le cruzara: los sobrinos, sus hermanos, las domésticas, el chofer, el jardinero, y hasta a su propia madre, Milagros, convertida en una dulce ancianita a la disposición de sus caprichos.

Todavía a sus cuarenta años y a pesar de su discreción, llamaba la atención por lo bonita y bien arreglada no obstante la monotonía: camiseros de piqué o seda natural, hechos a la medida por una modista italiana, zapatillas talla treinta y uno y medio, también encargados a un virtuoso del cuero; un pelo como copo de nieve dadas sus prematuras canas, impecable corte gracias a las manos de prestigioso peluquero Sus uñas almendradas, en una manitos de dedos finos vestidos de discretos y elegantes anillos.

Se había hecho cargo de la casa materna y en ella recibía con lujo y distinción a la familia, entonando en las sobremesas sus

Tardíamente tomó clases de manejo y compró un WW tan pequeño como ella, en él recorría la ciudad siempre en el canal equivocado y a velocidades extremas, con la suerte de no haber conocido lo qué era un choque, aunque sí los insultos de transeúntes y choferes.

Siempre pendiente de la moral y de la salvación de aquellas almas en peligro, espiaba a toda mujer arias predilectas con una voz de mezzo soprano digna de los más justos elogios.

cercana, desde las sirvientas hasta las féminas de la familia, y cuando sospechaba o descubría algún paso en falso, montaba el tribunal y se erguía en juez para condenar los pecados cometidos. Así pasó a la historia de los Campos, como la inquisidora del amor.