domingo, 27 de febrero de 2011

CARTA PARA MI GATO JERONIMO


Mi querido Jero:

Te escribo ya que me has estado evitando, reacio a cualquier intercambio, y resulta que necesito que escuches mi preocupación pues es justamente gracias a ti que estoy inquieta. Te noto apocado y falta de apetito y esto ocurre a partir de la última cita con el veterinario. Escucha mi interpretación: el doctor te recibió con cariño y con un ¡hola campeón!, expresión que provocó de inmediato un histérico ataque de risa en la enfermera quien murmuró: -¡Dígame eso! ¡ese garabato y qué campeón!

Yo, disimulando mi indignación, te miré porque. no puedo negarte que me dolió pensando cómo reaccionarías tú, tan sensible, ante semejante atropello. Y no me equivoqué; tus bigotes cayeron flácidos y tus ojos se nublaron. Salvo ser más cariñosa, no te dije nada por si acaso eran aprensiones mías desde mi sobreprotección tan criticada. Pero ¡No! No he dejado de observarte y estás por el suelo. ¡Pues no mi príncipe! No te amilanes, hay que madurar y conocer paso a paso, y golpe a golpe, a la gente ¡la gente es mala! Sobre todo la acomplejada, ¿no te fijaste que esa mujer tenía una verruga en la nariz cual grano de caraota roja germinada, un pelo blanco hirsuto con el cual creo que debe pinchar a todo el que se le acerque Entonces mi precioso, todos tenemos nuestra cojera, no somos perfectos ¿te has fijado en la mancha roja que le ha salido a tu mamá Hanna, cual mecha refulgente de meretriz barata de algún suburbio de Paris? ¿Y tu hermana Clementina? Tiene una calva en la frente, lo que pasa es que posa con coquetería su pata ahí, como en actitud reflexiva imitando al “pensador de Rodin”.

Bueno ¡sin ir más lejos! A mí, tu Minina Nonó, ¿no me has visto el gancho inoperable que tengo por nariz, y piernas cual pitillos? Y aquí estoy mi amor, bregando con la vida a los setenta, y dándomelas de bonita.

Tú tienes que embarnecer tu autoestima, no eres ni siamés, ni angora, ni persa y pare de contar, ¡eres mestizo! Entonces estás conformado por una serie de rasgos trasmitidos por tus padres quienes a su vez eran el resultado de un millón de encuentros indiscriminados entre diferentes “etnias” felinas. Por supuesto cada espécimen es único, ¡ú-ni-co!

¿Entiendes? Entonces ¿qué puede uno concluir? Esa señora verrugona seguramente tiene un ejemplar de “casta” y entonces al verte a ti ¡tan singular! El complejo y la envidia afloraron en su corazón mezquino para tildarte de ¡garabato!

Pero no, mi príncipe, si tu lo que eres, es un esbelto y elástico felino, gracias a esta constitución fruto de tantas mezclas, eres más ágil que un trapecista y vuelas de techo a techo, de rama a rama, y de liana a liana como Chita la mona de Tarzán.

Bueno mi precioso, cambia la cara y ¡arriba el corazón! Adelante día a día, que tienes mucho para ser feliz ¡mi campeón! Eres dueño y señor de esta manzana donde vivimos , por donde vuelas como ave, cabalgas saltando obstáculos como equino, y trasnochas hasta altas horas, deambulando en busca de “un no sabes qué” culpa de la operación, yo sé que es culpa mía, pero entiéndeme, no podía arriesgarme a mantener aquí un perenne cortejo de la abundante población de gatas vecinas compitiendo por seducirte, los períodos de celo de esas “garabatas” desvergonzadas y con tan poco pudor, ¡son insufribles! Para ellas y para nuestros oídos, entonces ¡mi príncipe!, perdóname, también tenía que evitar esa antihigiénica costumbre de los machos de estar marcando territorio, con la intervención quirúrgica todo ello se evitó, eres un gato célibe y pulcro. Entonces grácil galán, aprovecha tu soltería y disfruta de los consentimientos de las hembras de esta casa, tu madre Hanna y tu hermana Clementina, y tu dueña Minina Nonó, tan respetuosa de los “derechos felinos”.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Cristal

Era una talla Marquís, 18 kilates, engastada en oro amarillo. Lo había recibido el día de su compromiso. Su primer diamante, su primer amor. Lo colocaba en su anular como un rito cada vez. Recordaba esa tarde frente al espejo del tocador, mirándose mientras se llevaba la mano a la boca: rosa roja y luz brillante. Ella, una esfinge adiamantada, no podía ser más feliz. Él era el príncipe que la había salvado de 20 años de penitencia. Ahora, “señora de”, fragante y con cutis cuidado, se había vestido para la ocasión. Su aniversario lo iba a compartir con sus mejores amigos: Pablo Villalta-Pulido, el socio de su marido y su mujer Matilde. La cena estaba pautada en La Castañuela, ese restaurante del este de la ciudad que había financiado Ernesto alguna vez. Pero en ese instante todo se le había nublado. ¿Cómo podía perder su joya preciada? Sabía que estaba algo más delgada, pero era absurdo que ya no estuviera en su mano. Todo era un desastre.
Ernesto hablaba con el maître, Pablo exhortaba a los mesoneros a buscar afanosamente; Matilde consolaba a Clementina que, como semejando su celebración, parecía un Cristal a punto de romperse. De pronto, un hombre se acerca a la mesa, la consternación de todos los involucrados pareció suspenderse como en una película de Hitchcock. El sujeto abre su mano derecha y resplandece el diamante de Clementina. Sorpresa, llanto, mil emociones en una. El hombre explica que estaba bajo una mesa. Todos sienten una brisa soplando alrededor. “Por acciones como estas, el mundo todavía sigue teniendo fe”, fueron las palabras que expresó Ernesto. Abrazó a su mujer todavía visiblemente afectada. Agradecidos volvieron a sus puestos. Ordenó al capitán llevar una botella de vino a la mesa del buen samaritano y giró instrucciones para el pago de esa cuenta. La calma reinó de nuevo. Solamente el corazón de Clementina no paraba de estar fuera de ritmo, intentando descubrir cómo había pasado aquello. Volteó y con una tímida sonrisa, observó a las tres personas que acompañaban al ángel del diamante. Una bella mujer de largo cabello negro, un hombre con ojos risueños; otro, rubio, de facciones de Europa del norte y él, el tímido salvador de la noche, con una sonrisa espléndida encontrándose con la mirada de Clementina. ¿Era posible tanta bendición a su alrededor? ¿Le había dado las gracias? ¿Sería un hombre caritativo de verdad? Todas estas preguntas baladíes, la verdad, poco importaban. Ella no tenía dudas sobre la buena estrella que siempre le había acompañado. Esa ocasión habría de dejar una huella. Para esa fecha especial, para ese día en los trabajadores del restaurante, para ese hombre misterioso y noble que tendría algo qué contar en el futuro.

lunes, 21 de febrero de 2011

Gracias por todo


La noche caraqueña se prestaba para un escape: despejada y sin luna. El restaurante a pesar de la hora no estaba lleno. Luis consideró que La Castañuela era una excelente opción para lucirse con sus invitados.
Aunque Frank le prometió compartir la cuenta del restaurante, Luis sabía que el pago le tocaría a él. Temprano llamó al banco y verificó los saldos de las tarjetas de crédito. Entre ambas podría pagar una cuenta razonable.
Se instalaron en una mesa cerca de la barra y Yamila lucía un vestido tallado en negro. Todavía Luis no creía como había podido casarse con Gerard. –el hambre mi hermano- le habría dicho Frank, cuando entre tragos evocaban las noches en Varadero.
Gerard es un lánguido diplomático de la extinta Yugoslavia, en una asignación en la Habana años atrás conoció a la modelo Yamila Lozada de la casa Maison. Se casaron y la sacó de la Isla como dice Frank, su  coterráneo, que se vino a Venezuela y  es el acompañante de Luis en rumbas y despechos.
           En la mesa de al lado celebraban a lo grande, descorcharon una segunda botella de champaña.  Dos parejas de señores vestidos de gala: ellos smoking y ellas trajes largos. Frank aprovechando el ambiente pidió también una botella. Para Luis, el monto razonable quedaba atrás.
          Brindaron por el reencuentro. Las burbujas tuvieron efecto y Luis no se preocupaba por la cuenta, ahora quería bailar de nuevo con Yamila, quizá arrinconarla y recordarle Varadero. Un piano de fondo cortaba cualquier baile. Gerard hablaba del Avila, quería comer carne en vara y Frank prometiendo un lugar en las afuera de la ciudad. La pareja se besaba, Yamila estaba radiante. Luis se fue al baño, no había nada que hacer.
         Cuando volvió, Frank había pedido una botella de vino tinto. Sirvieron carpacho de salmón, chistorras y el pulpo a la gallega. Habían comido de la famosa tortilla y esperaban por unas calamares rebosados. Luis sintió náuseas y perdió el apetito. Llantos y gritos en la mesa de al lado interrumpieron sus cavilaciones.
 Miraba al suelo cuando vio el anillo. Un diamante incrustado en el aro de oro, una joya. Luis lo cogió y de inmediato comprendió el ruido que tanto lo molestaba, el anillo pertenecía a unas de las mujeres de la otra mesa.
La mujer llorando cogió el anillo con las dos manos, el esposo abrazó a Luis y le dijo: todavía hay esperanza en el mundo. Luis apenas oyó las gracias de la señora que observaba el anillo incrédula.
Luis no comprendía el hallazgo y unos aplausos se escucharon de fondo.
A la mesa llegó una botella de champaña y la cuenta había sido pagada. Frank con su acento isleño dijo: con esa joya se arregla una vida.
Libaron la última botella. Salieron los cuatro, Gerard detuvo un taxi y Yamila al despedirse de Luis le da un beso en la mejilla y le susurra: gracias por todo.

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El anillo del milagro

La mesa estaba servida, éramos cuatro comensales. Yamila, de larga y negra cabellera, de piel muy blanca y sonrisa encantadora. Había sido modelo de la Maison en Cuba, su esbelta figura atrapaba la atención de hombres y mujeres desde que entramos al elegante restaurante. Frank un amigo cubano, de apariencia nórdica pero con el sabor del trópico corriendo por sus venas. Tenía poco tiempo en el país de las oportunidades que era Venezuela en el año 1999. Gerard, un diplomático holandés, muy alto, de cabellera rubia, buen conocedor del trópico y sus bondades. Estaba casado con Yamila y fue quien la saco de la isla. Y por supuesto yo, para los que no me conocen, un personaje que dicen tengo buen ver, que soy simpático y muy conversador.

Estaba corto de dinero y tenía la responsabilidad de invitar la cena a ese divertido y fogoso grupo. Gerard y Camila estaban de visita en Venezuela y se marchaban al día siguiente, era la oportunidad de compartir con ellos antes de su partida. Había sido su agasajado en otras ocasiones fuera de estas fronteras. La noche prometía sorpresas y cabía hasta la posibilidad de que mi tarjeta de crédito no pasara a la hora de pagar la cuenta. La Caridad del Cobre no me abandonaría. Me dispuse a disfrutar la noche escuchando los cuentos al más puro estilo de una película de Almodóvar dónde estaban presentes entre risas y lágrimas anécdotas de una Cuba comunista y una Venezuela a la expectativa de no saber en que se convertiría.

En una mesa vecina en la que estaban dos parejas elegantemente vestidas se inició todo un movimiento extraño entre mesoneros y clientes. “Como que se les perdió algo, debe ser de valor, porque lo buscan de manera desesperada” exclamo Gerard.

El brillo de un objeto distante centro mi atención e hizo que me levantara de la mesa en su búsqueda. Había algo escondido entre la pata de un mueble y la esquina de la pared. Se trataba de un anillo de oro con un diamante de grandes proporciones y de brillo deslumbrante. Lo recogí del suelo, lo metí entre una de mis manos .Por segundos pensé que hacer con ese maravilloso descubrimiento. Me dirigí a la mesa vecina y miré a una de las mujeres que lucía desencajada.
“Esto es lo que buscan” Entre risas y lágrimas recibí una muestra de agradecimiento en un sollozo que apenas dejo escapar “gracias “. El hombre que la acompañaba me dio la mano y dijo “estas acciones son las que me permiten seguir teniendo fe”. Regresé a mi mesa y les conté a mis amigos lo que había pasado. Una botella de champagne sin costo alguno fue la recompensa inmediata de mis vecinos de mesa.

Llego el momento de irnos y la cuenta tenía que ser cancelada. Pues en mi Venezuela de oportunidades todo es posible, incluso siendo honestos. No había cuenta que pagar, el anillo había hecho el milagro.

domingo, 20 de febrero de 2011

Recuerdo de un anillo

Quería alagar a mis visitantes cubanos con esa invitación. En honor a sus atenciones, en mis viajes a la isla y a Europa. A pesar de mi estrechez económica en esa época, aquella cena debía ser ¡memorable!

Elegí la marisquería por la promesa de una carta exquisita y por mi deseo de que Yamila, mi hermosísima amiga y única fémina del grupo, saboreara su comida favorita. La mesa para 4 estaba al fondo del restaurante. Ideal para poder conversar. Además sentado frente a Yamila, disfrutaba de la mejor vista del lugar.

En un momento hacia el final de la velada, noté agitación en la mesa contigua, donde dos parejas cenaban. Los hombres comenzaron a mirar por debajo de la mesa, buscando algo, mientras una de las mujeres tranquilizaba a la otra, que estaba al borde del llanto. No pude evitar involucrarme, y me encontré mirando desde mi silla, por lo bajo de mesones y aparadores cercanos.

De repente, un reflejo luminoso captó mi atención. Abandoné mi mesa y me dirigí hacia el aparador recostado a la pared. Allí debajo lo encontré. Era un diamante impresionante, montado sobre un anillo de oro macizo, cuyo aspecto y peso garantizaba un alto valor. Me dirigí hacia la dama llorosa y le pregunté: “¿es esto lo que buscan? Ella me miró con ojos anegados, que pasaron de la tristeza, al asombro y luego al agradecimiento, en segundos.

Uno de los hombres que la acompañaban, me agradeció y comentó, que por acciones como esas, él seguía teniendo fe en la gente. Retorné a mi mesa. Mis amigos no entendían qué había pasado. Les conté lo sucedido y comenzaron a bromear, imaginando las implicaciones económicas del hallazgo.

Pedí la cuenta. Pero en su lugar nos trajeron una botella de espumante y la noticia de que, tanto la botella como la factura de la cena, habían sido pagadas por el dueño del anillo. La celebración se prolongó, para tomarnos una segunda botella pagada por mí.

¿Por qué devolví el anillo? Cuestión de principios. Además, la joya más hermosa de la velada ya estaba en mi mesa y tampoco me pertenecía. La bella Yamila me visitaba con su esposo. Su sola presencia, y la mirada de admiración por mi honestidad eran mi recompensa. Me sentí su héroe esa noche, para mí al menos, ¡memorable!

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Basado en un hecho real.

sábado, 19 de febrero de 2011

El anillo

Darío tenía 7 años trabajando como mesero en La Castañuela. Todos los días bregaba con el pesado turno de la noche. Llegaba a su rancho de madrugada, agotado y apestoso a Tasca. Se daba un baño de gato con la poca agua que tenía almacenada en un pipote, y se apresuraba a dormir para poder soñar en el día en que cambiaría su suerte.

Los días de Darío se pegaban unos con otros formando una noria pesada y perpetua que lo arrastraba por la vida. Él fantaseaba incesantemente con obtener la anhelada cuota inicial que le permitiría mudarse a una casita propia en Guatire.

….

Al llegar a su trabajo, vistió las mesas, pulió los cubiertos, dobló las servilletas de tela a modo de flor y comenzó a barrer; mientras lo hacía pensaba: – No sé para qué me mandan a barrer esta vaina, si en un pestañeo, llegará el zoológico de clientes a picotear como gallinas… y el suelo será una alfombra de migas” Seguía barriendo a la vez que refunfuñaba mentalmente. – ¡Pero no importa! ¡El esclavo Darío está siempre pendiente del suelo!”.

La algarabía del lugar indicaba que la noche estaba en su apogeo. El capitán, guiaba un nuevo grupo de comensales a la mesa asignada. Darío, los seguía sin apartar los ojos del trasero del mujeron que acompañaba a los recién llegados. Los ayudó a sentarse y fue a buscar los menús… En cámara lenta Darío presenció el momento exacto en el que el gran anillo de brillantes cayó al piso.

Miró a ambos lados. Nadie parecía haberse dado cuenta de la joya perdida. Disimuladamente le dio un puntapié a la sortija; ésta rodó hasta llegar a la pared y quedar oculta tras las patas del mueble auxiliar, de donde Darío tomó las cartas.

Sudaba frío. De reojo veía la confusión frenética en la mesa de al lado. Sabía lo que buscaban. Los latidos del corazón le martillaban el pecho. Entregó el menú a la bella mujer, prosiguió con los caballeros de rasgos extranjeros. Con todas sus fuerzas contenía el temblor de sus manos.

– !Cálmate! – Ordenaba mentalmente.

Darío ofreció la carta al más joven de los comensales. El muchacho lo dejó con la mano extendida, algo lo distraía, tenía la mirada clavada exactamente en el rincón donde Darío ocultaba el tesoro.

Pálido, Darío aullaba en silencio: – Ni lo pienses patiquincito, ese anillo es mío. ¡Epa! ¿A dónde vas? ¡No! ¡No te levantes!.

Darío intentó adelantarse al muchacho, pero era demasiado tarde, el joven tenía el anillo en la mano y se lo devolvía a su dueña que, entre risas y llantos, gratificaba al superhéroe de la noche enviándole una botella de champagne y haciéndose cargo de la cuenta de sus invitados.

Darío miraba la escena atónito… Trataba en vano de sobreponerse a la rabia de ver como el patiquín, a punta de honradez, le había arrebatado el boleto de salida del barrio.



Autora: Julieta Buitrago

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jueves, 17 de febrero de 2011

El anillo

Alex acababa de comprar su primer apartamento. Para lograrlo había tenido que empeñar hasta la camisa. Le debía a cada santo una vela y era un hombre muy devoto. Miguel, un empresario cubano exitoso y gran amigo, lo llamó una tarde. La pareja que habían conocido el verano pasado en París haría una breve parada en Caracas, únicamente para reunirse con ellos. Su presupuesto no contemplaba imprevistos y su próxima quincena estaba a años luz de distancia. Ellos sólo estarían una noche en la ciudad.

Miguel había hecho las reservaciones en Kala, un restaurante carísimo. No podía echarse para atrás, quería ver a sus amigos, quienes los habían colmado de atenciones en Europa, y además deseaba pagar la cuenta esa noche. Miguel lo había invitado ya demasiadas veces.

Sin mucho tiempo para pensarlo, se ofreció a recoger a la pareja en su hotel. Antes de salir de su casa, echó una última mirada a sus tarjetas de crédito. Temía que las rechazaran.

Mientras esperaba en la recepción del Marriot detalló el lugar. El lujo lo desbordó. Se sintió aún más pobre. Irama y Jackes bajaron. Parecían estrellas de cine: ella era una morena espigada bellísima. Él, un rubio alto y elegante.

La velada transcurría placenteramente. Lo único que desentonaba era la agitación en la mesa de al lado. Sus ocupantes estaban bastante exaltados. Logró descifrar el motivo cuando los mesoneros se sumaron a lo que interpretó como una búsqueda frenética.

Vio un destello entre la pata de un mueble y la pared. Caminó hacia él, se agachó y tomó lo que resultó ser un anillo de oro, con un brillante bastante grande.

Se volvió a mirar el salón. Nadie había notado nada. Sus amigos platicaban animadamente. La atención de la dueña de la joya y sus acompañantes estaba enfocada en el área inmediata a su mesa.

Lo examinó con disimulo. Su peso, el tamaño de la piedra y el disgusto de quienes lo buscaban, le permitieron hacer un cálculo rápido de su valor. Sonrió. Una expresión de triunfo acompañaba su semblante. Inició una marcha lenta hacia la mesa, con el anillo oculto en su puño. La solución a sus problemas económicos estaba en su mano.

-Perdón señora, ¿es esto lo que están buscando? –preguntó mientras entregaba la sortija a su dueña.

-Sí señor, gracias –respondió la mujer emocionada. Reía y lloraba a la vez.

-No hay de qué.

-Limpio, pero honrado –pensó, mientras regresaba a su mesa.

Poco después, recibieron una botella, cortesía de los comensales vecinos. Se acercaba el final de la noche. Sus preocupaciones se renovaron. ¿Cómo pagaría la cena? Mientras pensaba en esto, le hizo al mesonero una señal para que les trajera la cuenta y, para su sorpresa, este les indicó que ya había sido pagada.

-¿Será esto lo que llaman Karma? –pensó.

Celebraron el gesto de sus vecinos con otra botella de vino, por la que sí pagó.



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martes, 1 de febrero de 2011

Relatos breves - Tema: suicidio

Ana y el arquitecto revisaban la bañera de su hermana Eloísa. Una mancha irregular la bordeaba, dando un aspecto horrendo a ese ambiente tan bien decorado, en el que destacaba una colección de muestras de perfumes, sobre repisas de cristal.

El mármol travertino es muy poroso; no había sido una buena elección para el piso, tendrían que cambiarlo. Él sugirió usar algún limpiador, pero ninguno había funcionado: las manchas de sangre no salen. Habían intentado quitarlas durante meses.

Ella la encontró un lunes en la bañera, con cortes en las muñecas. En su laptop se veía un video en el que aparecían su novio y su mejor amiga.

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