jueves, 28 de abril de 2011

Inocencia y sencillez

Con solo 5 años, Rosaura no entendía a los adultos. Ellos saben más que los niños, pensaba Rosaura. Pero ella podía ver cosas que los grandes no podían ver. Y en ese pueblo yaracuyano se veían cosas tan interesantes para Rosaura, como la reciente llegada del hombre a la luna.

Por sus continuas travesuras, su abuela, querendona pero estricta, muchas veces la sentaba en la silla alta de la cocina: la abuela creía que la castigaba. “A ver si aprendes a no halar la cola al gato o a no mortificar a tu hermana”.

La niña aceptaba el castigo con cierto agrado. Porque sentada allí, sobre aquella silla tan alta, podía mirar a través de la ventana de la cocina, que daba al patio de las gallinas. Ese patio, rodeado de altas paredes de bahareque frisado, ocultaba las maravillas que solo Rosaura podía ver.

Una tarde de mayo, con el sol tras el paredón, castigada esta vez por esconder las pantuflas a su hermana, Rosaura notó un resplandor en la esquina más lejana del patio. Parecía un aro luminoso, que giraba sobre un montículo de tierra y piedras, que la niña y su hermana mayor usaban como improvisado escenario teatral. El anillo al girar, despedía chispazos de luz amarillenta, que rebotaban en el montículo de tierra y subían al cielo, como despedidos por un bate de beisbol invisible, como los de los jugadores que su papá miraba por televisión.

La niña no sentía miedo, solo una gran curiosidad. Quería presenciar más de cerca el fenómeno. Pero si se bajaba de su trono de opresión, el castigo se redoblaría. Cuando volvió a mirar hacia el montículo, el anillo de luz había desaparecido.

Varios días después, Rosaura contó a Eufracina, la doméstica, lo que había visto durante su castigo. Los ojos de la servidora parecían brotarse aún más. “¿Alguien más vio las luces, mi niña?“, preguntó Eufracina.”No”, respondió la pequeña. “Yo estaba solita en la cocina, castigada por culpa de mi hermana”.”Y ¿le has contado a tu mamá, a la abuela, a alguien?” preguntó la doméstica. La niña meneó la cabeza negativamente.

Eufracina reforzó en Rosaura la idea de que era mejor no contar nada a nadie más, porque como siempre, se burlarían de su historia.

Esa noche, la doméstica se desveló. Esperó hasta la media noche y, armada de linterna, pala y escapulario de medio santoral, salió al patio de las gallinas. Estaba segura que la visión de Rosaura solo podía significar que, un entierro de oro aguardaba a ser extraído. Monedas, prendas, quizás hasta piedras preciosas. Eufracina planeaba en silencio lo que haría con aquel tesoro, mientras removía piedras y tierra con la pala. Un frio intenso, extraño para la época del año, le entumeció las manos y le erizó el cuerpo.

Eufracina se encomendó a todos los santos y ángeles que conocía, y siguió cavando. Pero de repente, la pala chocó contra algo duro y metálico, que hizo que perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Al querer incorporarse, no pudo hacerlo y su grito, ahogado por el terror, retumbó por toda su cabeza. En la puerta del patio se dibujaba la sobra, según ella, del fantasma custodio del tesoro.

Rosaura se había levantado para ir al baño, pues no le gustaba usar la bacinilla. Prefería enfrentar la oscuridad y no el olor de sus propios desechos. Fue por esta razón que Rosaura presencio la incursión nocturna de la doméstica al patio de las gallinas.

A la mañana siguiente, Eufracina no se levantó a hacer las arepas, como siempre. Rosaura y su hermana tuvieron que conformarse con un plato de cereal frio con leche. Los desayunos calientes estuvieron ausentes de la rutina de las niñitas, por casi un mes, hasta que una nueva doméstica llegó a trabajar a la casa.

Rosaura nunca supo que pasó con Eufracina y por un largo tiempo se sintió culpable de su ida. La niña volvió a ver un par de veces el anillo, pero después de su séptimo cumpleaños ya no lo vio más. “¡Es que ya me estoy haciendo grande!”, pensaba la niña. Ciertas cosas están reservadas para el entendimiento y la percepción de los más inocentes y sencillos.

miércoles, 6 de abril de 2011

La institución

El calor de las once era aplastante. En el patio de tierra se formaban remolinos de aire caliente, que hacían girar hojas y basura en un breve movimiento circular ascendente. Al caer de nuevo, eran empujadas por ráfagas de brisa tibia que levantaban más polvo, en medio de un clima que nubla la razón y hace aflorar en algunos seres humanos los más bajos instintos.

Dentro del edificio todos sabían que algo iba a ocurrir, aunque ninguna señal lo indicara. Ni carteles, ni mensajes, ni siquiera los susurros eran necesarios. Las miradas transmitían la información de un rostro a otro. Las autoridades de la institución eran las únicas que no sospechaban nada.

Lo más probable era que sucediera a las once y media, cuando salían al patio a estirar las piernas. Sólo quedaba esperar que pasara la ronda de vigilantes, que de seguro desaparecería hacia el comedor a esa hora, como era su costumbre.

Aquellos dos se la tenían jurada desde hacía tiempo; era algo inevitable. Muchos no conocían la razón de ese encono; a nadie parecía importarle. Cada quien había elegido a su campeón y al salir al descampado ocuparon su lugar tras él.

Aparecieron dos navajas. Su filo cortaba el aire, tomando para sí el resplandor del sol inclemente, lanzando destellos que seguían el movimiento vertiginoso del metal. Dos cuerpos masculinos empapados de sudor giraban, saltaban hacia adelante empuñando sus cuchillos y retrocedían, como guerreros veteranos.

Brotó la primera gota de sangre, seguida de muchas otras. Un tajo profundo en el brazo derecho de uno de los adversarios hizo sospechar que se acercaba el final, pero no fue así. Nadie daba cuartel y nadie lo pedía. Hicieron falta muchos cortes en caras, manos, pechos y espaldas antes de que llegara la estocada final. Pedro, diestro y más bajo que su oponente, se agachó y luego se impulsó hacia arriba, con el brazo estirado y los músculos en tensión. Logró enterrar el arma entre las costillas de su rival, alcanzando su corazón. Juan cayó tendido de bruces. Su cuerpo se estremeció unos segundos. Luego dejó de moverse.

La masa humana transformada en jauría salvaje gritaba cada vez más alto, lo que finalmente alertó a las autoridades. El director bajó al patio corriendo, en compañía de dos guardias, pero ya no había nada que hacer: Juan había muerto y Pedro estaba mal herido. Perdía mucha sangre. Lo trasladaron a un hospital cercano. La fiscalía acudió al lugar de los hechos, pero no encontró testigos. Nadie sabía nada. Todo había terminado.

Maestros y compañeros del occiso, alumno de sexto grado del colegio Aníbal Guerra de Guarenas, acudieron al velorio. Una semana estuvo cerrada la unidad educativa, mientras la policía hacía las investigaciones de rigor. Sólo el calor y la brisa polvorienta recorrieron el patio del plantel durante ese tiempo.

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