lunes, 30 de agosto de 2010

PERSONAJE 4. BONIFACIO


Bonifacio de Jesús Rolando, el hijo del más rico hacendado de la región, nació el día del Santo del mismo nombre, quien según Doña Carmela Rolando, su madre, era el patrono de los puros y limpios de corazón, aquel que hace el bien Por eso no pudo privarse de anteponer al de Jesús, el patronímico que identificaba al noble caballero, conde inglés que se entregó a la conversión de los paganos. Todo estuvo muy bien hasta que el niño entró al colegio donde fue objeto de risitas burlonas, y cuando él defendía con obligada dignidad su nombre a través de los argumentos heroicos de su madre, venía implacable la respuesta de sus compañeros:
_Bonifacio ¡cara de batracio!
Bonifacio de Jesús, gordo, pequeño, cabezón, de miembros cortos y tronco opulento, voz atiplada, se defendía con mucha voluntad y poco garbo; cuando decía, entonando una cantaleta:
.-¡San Bonifacio, conde inglés, mártir, evangelizador, obispo -era muy desairada su defensa con aquel pitico que salía de su garganta, con unos ademanes torpes, y una gesticulación que su mamá le ponía a practicar, imitando a un predicador que tomó como modelo de un cromo adquirido en la Parroquia. Mientras tanto le recalcaba: -No hay que tener vergüenza de semejante privilegio, no llevas el nombre de cualquier santo, llévalo con orgullo y hazle honor con tu conducta.
Desesperado Bonifacio de Jesús, fue él mismo a indagar en la Enciclopedia, para conocer mejor de quien se trataba el personaje que le habían endilgado. Luego de leer toda la historia apostólica del santo se encontró con una sorpresa: aquello de patrono de los limpios de corazón, por ninguna parte. Sólo aparecía; patrono de los cerveceros. Indignado ya que su mamá, influenciada por unos vecinos mormones, había suprimido toda gota de alcohol en la casa, se presentó al colegio con un paquete de latas de cerveza que obsequió en el recreo, tomándose él las últimas.
La queja de la maestra no tardó en llegar a la casa con la amenaza de expulsión, y Doña Carmela desesperada lo interpeló:
¡¿-Pero que fue lo que hiciste!?
El, imperturbable respondió:
-¡Hacerle honor a mi nombre!

PERSONAJE 3. BARTOLA


Bartola llega como todos los lunes a la quinta de los Morón. Viene de su fin de semana libre arrastrando con cansancio su cuerpo grande, negro y de piel lustrosa, prensada sobre unas carnes opulentas y musculosas. Sus caderas prominentes oscilan al compás de cada paso. Aprovecha su asueto para ocuparse de su hija de ocho años que le cuida una comadre y que es su desvelo permanente, pa sacala adelante, porque no la quiero sirvienta, la quiero ¡dotora!
Se enfunda en su uniforme talla 24, se pone el delantal y comienza la faena. Los patrones no volverán de sus respectivos trabajos antes de las siete, los niños del colegio al mediodía pa su baño y su comida. Entonces la casa es de ella y la obligación de limpiarla y ordenarla también. Antes de barrer la acera llena de polvo, hojas y bejucos, retoca con rubor sus mejillas y su boca de labios prominentes, con labial, va a compartir con los pasajeros de la calle, barrendero, jardinero, el chofer del camión del agua, el marchante de los queso y la fruta.
Bartola con sus apenas treinta ya no tiene sueños amorosos, la estrenaron y la dejaron con una barriga y curada de ilusiones. Se sienta en el murito de la entrada, se quita las “cholas” en ademán de reposo, y sube el volumen del radio de pilas que la acompaña a todas partes. ¿Está contenta con esta familia? Bueno, sí, pero ¿cuándo será el día que podré tener mi rancho y ser su ama de casa? ¡Y tener a Sonia conmigo pa cuidala, pa difrutala? ¡Yo siempre cuidando a los ajenos!
Le duelen las piernas,¡ este peso a cualquiera maltrata! El dotor me dijo que era “la tiroide”, la dieta no basta, tienes que tomar medicamentos.- Y ella se mira en el espejo y queda desconsolada, su cara le gusta, ¡Si! ¡En Guiria me decían que yo era bonita! pero…¡ese cuerpo! Piensa, si le resta un poco a la comadre, le quedará pa pagase ese tratamento, pero ¿y Sonia? ¿Le va quitá la ayuda? ¡¿y mi dotora?! Bartola renuncia al“tratamento” y procura no mirarse en el espejo.

domingo, 29 de agosto de 2010

Armando Bello Tellería

Armando Bello Tellería era un joven diputado que comenzaba a destacarse en el Congreso por su oratoria. Había llegado de Coro dispuesto a hacerse de nombre y fortuna a costa de lo que fuera. Su padre, un borracho profesional, les había dado una vida de perros a su madre, a él y a sus dos hermanos. Lo poco que tenían se había ido durante su infancia en pagar deudas de juego, y su madre tuvo que trabajar dando clases en una escuela federal. Con ese sueldo subsistieron hasta que Armando logró el puesto de secretario del Presidente del Estado, puesto que le "serruchó" a un pariente a través de una red de intrigas bien planeadas, de las que él salió como un héroe y el otro, preso.

"De aquí a Caracas" pensaba con frecuencia. "Al Congreso, a venderle mi virilidad a una niña de la alta sociedad, y de ahí a la Presidencia de la República".

Al llegar a Caracas se fue a retratar con Martínez, el fotógrafo de la sociedad, con el fin de hacerse su amigo, cosa que logró. Este sabía la vida y milagros de todo el mundo.

-No se te ocurra meterte con las Deveraux. Esas francesas son bien jodidas. Carmen Suárez Lander es un sueño de niña, pero tiene novio, el hijo del Ministro Carmona. Así que ni lo sueñes.
-Tiene que haber alguna.
-Claro, pero déjame pensar quién te conviene más... ¡chico, pero cómo no se me había pasado por la mente: Leonor Alcántara!
-¿Hija del ministro de Hacienda?
-La misma.
-¿No tiene novio?
-No; y aunque aquí en Caracas es Hija de María, presidenta de la Acción Católica y tiene fama de santa, allá en Los Chorros donde van a temperar, otra es la historia que se oye.
-¿Y cómo hago para acercarme a ella?
-Creo que lo mejor es que te vayas a temperar a Los Chorros tú también.


El domingo Leonor llegó a Misa con el Lincoln lleno de gente. Hizo su entrada triunfal a la iglesia, y se sentó en la capilla lateral al altar mayor, separada del resto por una reja baja. Emma se sentó a su lado. Doña Luisita, una de las viejas matronas de Los Dos Caminos, llevaba el rosario. Leonor saludaba a sus conocidos, cuando se percató de la presencia de un joven que no había visto nunca, y a quien halló terriblemente atractivo. Él la miraba fijamente, le sonrió, y cuando ella le devolvió la sonrisa, hizo un gesto de saludo con el sombrero que tenía en las manos.

-Emma, ¿sabes quién es ése que está ahí, de paltó blanco?
-No, nunca lo había visto.
-Ese sí está de revolcón, ¿no?
-¡Leonor, que no digas esas cosas, que estás en la Iglesia! Aprovecha y vete a confesar de las locuras que dices.

Leonor no esperó dos veces que Emma la mandara a confesarse, pues era una oportunidad de bajar de donde estaba y ver más de cerca al joven del paltó blanco. Caminó hacia el confesionario y se dispuso a esperar su turno. Varias personas le ofrecieron sus puestos en la fila, pero ella se negó a aceptarlos. Tal como lo pensó, el joven se paró frente a ella, haciendo fila para confesarse también, pues los hombres se confesaban por el frente del confesionario, y las mujeres por el lado.

Leonor fue al altar de la Virgen Dolorosa a rezar la penitencia. En pocos minutos tuvo al desconocido arrodillado a su lado.

-Buenos días.
-Buenos.
-Es usted la joven más hermosa que he visto desde que llegué a Caracas.
-Señor, estamos en la iglesia...
-¿Nunca le han dicho lo turbadoramente bella que es?
-Sí, por supuesto. Muchas veces. Santa María, Madre de Dios...
-¿Tiene novio?
-...ahora y en la hora de nuestra muerte...
-¿Está casada?
-Si no se calla, me voy de aquí.
-Disculpe.

Leonor sentía la mirada censurante de Emma al frente, y la otra mirada que la quemaba por el lado. Terminó de rezar y se dirigió a su puesto sin voltear, pero tan pronto llegó, dirigió la mirada al fondo de la iglesia para ver si él todavía estaba allí.

-Leonor, por favor -murmuró Emma.
-Shhh, estoy rezando.
-Te vas a tener que confesar otra vez.

Al terminar la Misa, Leonor entró a la Sacristía a saludar al Padre Giovanni. Armando entró también.

-Buenos días, Padre. Vengo a felicitarlo por el sermón-dijo Armando. -En vez de cura, debería ser congresista.

El Padre Giovanni sonrió. Miró a Leonor.

-¿Ustedes se conocen?- dijo señalando uno y otra.
-No he tenido el placer- dijo Armando extendiendo la mano.
-Leonor Alcántara.
-Armando Bello.
-El señor Bello es un joven congresista que llegó hace seis meses a Caracas, proveniente de Coro. Hace dos días llegó a Los Chorros a pasar unos días, y vino a visitarme. Un joven de brillante futuro y muy católico.
-Gracias por sus palabras, padre.
-Te las mereces, hijo. Leonor es miembro de la Acción Católica,  Hija de María y Terciaria Franciscana.
-Estoy impresionado.
-Usted debe conocer a papá. También está en el gobierno -dijo Leonor cambiando el tema.
-¿Se refiere al doctor Alcántara? Lamento profundamente no conocerlo personalmente, pues admiro su gestión.
-Quizás podríamos aprovechar que ambos están de vacaciones para que se conozcan de una manera menos formal, ¿no le parece?
-Sería un honor.
-¿Qué le parece almorzar el martes?
-Cuando usted diga.
-¿En dónde se está quedando?
-Alquilé la casa de los Torres.
-No es tan lejos, pero tampoco queda tan cerca de casa. ¿Tiene carro?
-Me temo que es un lujo que aún no puedo darme.
-Si no le da miedo montarse conmigo manejando, Emma y yo lo podemos ir a buscar.
-No quiero molestar.
-No es molestia. A mí me encanta manejar.
-Es una mujer audaz, sin duda, pero prefiero por esta vez llegar yo por mi propia cuenta. Otro día le acepto el paseo.
-Padre, ¿quiere venir usted también?-dijo Leonor dirigiéndose al Padre Giovanni.
-No, hija, muchas gracias. Los martes tengo mucho que hacer.
-¡Ay, Padre! Todas las veces que lo invitamos dice que está ocupado. Mi mamá piensa que usted no quiere venir a vernos.
-Hija, ¡qué cosas dices! En cuanto tenga un tiempito voy a ver a tu mamá. Y para sí, se dijo: "claro que no quiero ir a verlos. No quiero volver a poner un pie en esa casa, de ser posible, y si Dios quiere".

Margarita Alcántara Valderrama

Margarita, la menor de los Alcántara, era rubísima como su madre, pero fisonómicamente parecida a su padre: frente ancha, nariz “de porrón”  y labios finos. Era una niña “graciosa”, pero no bonita.

Leonor la adoraba, pues Margarita nació cuando ella tenía trece años y la tomó como si fuera su hija. Era de hablar suave y carácter retraído, tal vez porque desde que tuvo uso de razón, Margarita se sintió apabullada por la personalidad de Leonor y la belleza de Clara. Ella no daba de qué hablar.

Margarita estudiaba piano con el mismo profesor de Francisco. Y demostró una gran habilidad como ejecutante desde que comenzó a tocar.

-         Margarita ya va por Mozart, y yo todavía practico escalas – decía Francisco.

Margarita compartía con Clara una institutriz francesa, Mademoiselle Suzanne, una dama prudente y culta, que había abandonado Francia cuando perdió a su padre y a su hermano en los meses iniciales de la Primera Guerra Mundial. Llegó a Caracas el viernes de Carnaval de 1915 y se hospedó en una pensión cerca de la Plaza Bolívar. La impresionó la celebración del viernes en la noche. Retreta, bailes, disfraces. Lo mismo fue el sábado y el domingo. “Gracias a Dios que mañana es lunes”, pensó. Pero el lunes hubo la misma música, los mismos bailes, los mismos disfraces. Y el martes también. “Este es un pueblo de locos, ¿será que aquí nadie trabaja?”. Empezó a pensar para dónde se iba a ir. Afortunadamente el miércoles temprano regresó a la pensión otra francesa que vivía allí y camino a la iglesia para recibir la ceniza le explicó que las fiestas eran por el Carnaval. Fue ella quien la ayudó a encontrar trabajo en casa de los Alcántara.

Margarita y Clara hablaban francés perfectamente. Y Margarita prefería escribir en francés, como sus amigas que estudiaban en el San José de Tarbes. Soñaba con irse a estudiar a ese colegio, pero la señora Alcántara no pensaba lo mismo:

-         Esas monjas son unas hipócritas, ni pensarlo – decía.
-         ¿Y qué es para ti ser hipócrita, mamá? – le preguntaba Leonor.


La señora Alcántara siempre la dejaba sin respuesta, no sin antes dirigirle una de sus gélidas miradas.

A Margarita le encantaba ponerse la ropa de Clara.

-         ¡No, mi ropa no! – le decía Clara.
-         Préstasela, Clareta, no seas mezquina – le decía Leonor.
-         ¡Es que me la daña! – protestaba Clara.

Pero Leonor invariablemente apoyaba a Margarita. Y Clara lo resentía.

Una vez que el doctor y la señora Alcántara viajaron a Trinidad, Margarita se quejaba de su hermana Clara:

-         Apaga la luz, que no me puedo dormir con la luz prendida.
-         Tápate los ojos con la almohada, que estoy leyendo – le decía Clara.
-         ¡Leonor, Clara no quiere apagar la luz y yo no puedo dormir! – llamó Margarita.

Leonor llegó de inmediato.

-         ¿Qué es lo que pasa aquí? – preguntó.
-         Quiero dormir y no puedo con la luz que Clara tiene prendida.
-         Quiero leer, que se tape los ojos – propuso Clara.

Leonor le apagó la luz. Cuando salió, Clara la volvió a encender.

-         ¡Leonor, Clara prendió la luz otra vez! – llamó Margarita.

Leonor regresó, y sin decir nada, agarró un paño, desenroscó el bombillo y se lo llevó.

-         ¡Necia! – le dijo Clara a Margarita.

Se quitó las medias y salió al patio.

-         ¡Estás loca, Clareta! ¿Qué haces en el patio, sin medias? – preguntó Leonor.
-         ¡Me quedaré aquí descalza, toda la noche, para que me dé pulmonía y me muera, y papá y mamá te castiguen, Leonor! – le dijo Clara indignada.
-         Ojalá que te dé y te mueras de una vez, y así no fastidies más.

Margarita lloraba.

-         No peleen, yo no quiero que Clara se muera.
-         Si Clara se muere, quedamos tú y yo. Además, vas a tener tu cuarto sola - decía Leonor.
-         ¡Yo no me voy a morir porque tú lo digas, Leonor! Y se lo voy a decir a mamá -contestaba Clara.
-         Acuseta.

Pero Clara jamás decía nada. Francisco tuvo que intervenir.

-         Vente a dormir conmigo, Clarita. Yo también leo, así que nos acostaremos tarde los dos.
-         Por eso es que Clara es una malcriada – masculló Leonor, quien se acostó a dormir con Margarita, que tenía miedo de quedarse sola.


El compromiso de Emma y Daniel se realizó tal como estaba planeado, y la boda se fijó para seis meses después, el veintidós de noviembre, día de Santa Cecilia. Daniel regresó a Villa de Cura. Leonor y Emma lo acompañaron otra vez hasta el pueblo, pero esta vez Leonor no invitó a nadie a pasear.

-         No, Margarita, tú no vas a venir. Sólo Emma y yo. Fíjate que tampoco viene Clareta.
                                                                                                       
Margarita se quedó mirando la nube de polvo que levantó el carro al salir de la propiedad y entrar al camino de tierra. Leonor, apenas salieron, le secreteó a Emma:

-         Aprovecha para que te des un revolcón con Daniel. Yo me bajo del carro, camino un poco dentro del monte, y me hago la loca. Párense cerca de las matas de acacia, que por ahí no vive nadie.
-         ¡Ay, Leonor, tú si tienes cosas! Yo no me voy a dar ningún revolcón. Soy una señorita decente. ¡Y tú también! No deberías  pensar esas cosas, y mucho menos decirlas. ¡Qué diría mi madrina si te oye!

Leonor rió.

-         Mamá diría que a cuál de los Alcántara salí yo, porque los Valderrama, los Ruiz, los León, los Soler y todos sus otros antepasados eran dignos y rectos, hombres y mujeres de bien, intachables, irreprochables, cristianos a carta cabal. Además, Emma, si tú supieras lo que es un buen revolcón no andarías con recatos necios.
-         Ah, sí, Leonor, comonié… ¿y es que tú te has dado un revolcón con alguien, tú que ni siquiera has tenido novio?
-         Secretos en reunión son de mala educación – dijo Daniel.
-         Cosas de mujeres, Daniel – dijo Leonor y rió de nuevo.
-         No me gusta cuando te ríes así, pones cara de mala. ¿Con quién te revolcaste, a ver? – la emplazó Emma.
-         Con nadie, chica, con nadie. Pero tengo unas ganas...

Leonor no le iba a contar a Emma que dos noches antes ella se metió en el cuarto a Daniel y se dieron algo más que un revolcón.


-         Eso sí, Daniel. Acuérdate que me tengo que casar virgen.
-         No te preocupes, Leonor. Virgencita te casarás. ¿Cómo es que puedes ser tan amiga de Emma, y hacer esto conmigo?
-         Lo mismo te pregunto, ¿cómo puedes ser el novio de Emma y hacer esto conmigo?
-         Eres una pequeña diabla.
-         Y tú un diablo no tan pequeño. Estamos a mano.

Lo que Leonor no sabía era que Margarita la había seguido y había visto todo lo que había sucedido en el cuarto de Daniel.

lunes, 23 de agosto de 2010

Martirio neoespartano.

    Toda la felicidad que había sentido hace tan sólo unos instantes, quedaba totalmente eclipsada por el padecimiento de sus labios agrietados en contacto con el salitre. Sus hombros y sus mejillas latían al golpe del sol abrasador de la isla.
     Los ojos le ardían nublados por la bruma, y aún así, veía la encendida piel de sus hermanos y sabía que la suya lucía igual de encarnada después de horas inmerso en rudos juegos propios de un cuarteto de varones, en las inhóspitas playas margariteñas.
     Sabía de antemano que la hora de irse había llegado, pues el acartonamiento pulsante de su lengua, como si se hubiese atiborrado un puñado de sal, marcaba el tiempo mejor que un reloj.
    No habían ingerido líquidos en toda la mañana, y para colmo, debían esperar a llegar a la bodega que quedaba cerca del pueblo, para que su padre les brindara el tan anhelado refresco. Comprar bebidas en los quioscos playeros no era una opción, pues costaban el doble. Y la previsión de llevar una cantimplora con agua dulce, no la tenía nadie.
    Como era costumbre, el único paño sería compartido por los cuatro hermanos. Tenían que quitarse los trajes de baño empapados y ponerse ropa seca. La razón era simple: no debían montarse en el carro de papá mojados.



     - Hagan fila por orden de tamaño – Les ordenó su padre para comenzar a frotarlos.



     A él le tocaba el último lugar por ser el mayor. Era el peor puesto. Cuando llegaba su turno, la toalla estaba tan mojada y llena de arena, que en vez de secarlo, lo lijaba.
     Para dar el ejemplo a sus hermanos menores, soportaba estoicamente las embestidas del peine, que arañaba vehemente su ya enrojecida cabeza. Él sólo se concentraba en represar las lágrimas que obstinadas, se asomaban a sus irritados ojos.
    Abrió la puerta del viejo Chevy, y sintió la onda expansiva de calor espeso que se concentraba en el interior del auto. Al sentarse, sus nalgas se unieron al grito agonizante de su espalda. La manija para bajar el vidrio, también hervía, pero luego de varios intentos, sus dedos pudieron finalmente asirla para abrir la ventana.
    La brisa acariciaba su rostro, calmaba un poco el escozor de su piel. El azul del mar y su dulce olor, sosegaba siempre sus padecimientos. Era como un analgésico divino, que poco a poco, menguaba sus males hasta hacerlos desaparecer.
     Muchos años después se preguntaría si el martirio posterior a los paseos de playa, era una cuestión de karma por ser descendiente de aquellos soldados quienes de niños debían ser curtidos de la forma más dura, para alzarse como viriles guerreros hijos de la legendaria Esparta.

domingo, 22 de agosto de 2010

My dearest Monsieur….

     Ella llevaba semanas bloqueada. Al principio, hacía infructuosos intentos por escribir. Se quedaba largas horas con el documento de Word abierto y en blanco, el indicador del cursor titilaba como el tictac de un reloj encargado de subrayar la merma de ideas. Luego se rindió y se dedicó a inventar excusas para posponer el encuentro la esterilidad.
     Él la atravesaba con sus rayos equis celestes y sus pecas de azafrán. Era capaz de leer más allá de los pretextos, y sabía que era ya demasiado el tiempo sin escribir siquiera un mensaje de texto, por eso, cual muso redentor, le regaló un incentivo.
    ¿Quién sabe?, quizás la magia de apuntar ideas, frases o letras, de modo tradicional, reviertan el ataque de frigidez literaria.
    Ella recibió el obsequio un jueves por la noche. Muchas veces antes la había visto, sabía que la usaron Hemingway y Picasso, los grandes pensadores, los intelectuales y los artistas… Era la legendaria libreta de notas Moleskine.
    Se apresuró a desentrañar el negro cuaderno del celofán que lo envolvía. Cerró los ojos. El olor a nuevo de inmediato la inundó, trasformándose en una suerte de goce místico.
    Tomó un lápiz de punta fina y comenzó a deslizarlo por el papel. Le gustaba el tacto con la hoja. Paró a pensar, comenzaron a fluir las ideas. Escribía, tachaba, borraba, intercalaba un dibujo, anotaba en el margen.
    Ella sonrió iluminada. Bajó la cabeza y comenzó a escribir.
   My dearest Monsieur…

sábado, 21 de agosto de 2010

Clara Alcántara Valderrama

Clara Alcántara no podía tener mejor puesto el nombre: llevaba luz al lugar donde se encontrara. Luminosa, radiante, bella, bellísima. Blanca de cabellos castaños rizados, ojos color miel con grandes pestañas, la piel perfecta como un melocotón y una sonrisa acompañada por un hoyito en cada mejilla.


Clara era inteligente y perseverante. Cuando quería algo lo lograba. También era malcriada y llorona, condiciones que aprovechaba Ramón para sacarla de sus casillas y hacerla rabiar.

-         Ya Clareta está llorando, llorona, llorona… - Ramón bailaba a su alrededor.

-         Déjala, Ramón, estás muy grande para la gracia. Y tú, Clara, para qué le haces caso – decía la señora Alcántara.

Clara se parecía físicamente a su madre, aunque con otro colorido. La señora Alcántara, como todos los Valderrama, era rubia de ojos verdes. A ambas les gustaba mucho que les dijeran que se parecían, aunque la señora Alcántara aseguraba que si la gente seguía diciéndole a Clara lo bella que era, se iba a convertir en un ser insoportable. 

Leonor, que le llevaba diez años, era su ídolo. Clara deseaba ser como Leonor cuando creciera, osada, brillante, aguda. Hacía todo para llamar su atención y complacerla. Y sentía celos del claro favoritismo de Leonor por su hermana Cecilita, la menor de todos.

Por eso, aunque a Clara le daba nervios el asunto de robar gallinas, acompañaba a Leonor a extraerlas del gallinero de los Guevara. Y es que Leonor aseguraba que no había en el mundo algo más delicioso que un sancocho de gallinas robadas. Clara no sabía si era cierto, pues no notaba la diferencia en el sabor de los sancochos, pero era una forma de que Leonor la tomara en cuenta.

Clara admiraba el arrojo con que Leonor entraba en el gallinero. Ella se limitaba a esperar del lado de afuera.

-¡Atájala, Clara! -gritaba Leonor mientras lanzaba la gallina por encima de la cerca a la vez que la salvaba de un solo brinco. Luego corrían muertas de la risa y con el corazón que se les salía por la boca hasta llegar donde los demás las esperaban con la olla lista.
-¡Bravo, Clareta! -le decía Leonor cuando entregaban su trofeo.

En esos momentos, Clara se sentía cercana a Leonor. Pero había otros momentos en los que más bien sentía que Leonor la odiaba, y sufría por ello. Como el día que Daniel Smith vino a pedirle la mano de Emma al doctor Alcántara, su padrino.

Clara quería mucho a Emma. Aunque no se parecían, muchas personas las creían hermanas, porque las dos eran muy bellas.

Ese día esperaban a Daniel con gran expectativa. Clara sostenía la mano de Emma, quien estaba más bella que nunca, exultante de felicidad.

-         Eduardo, no le vayas a decir que sí al joven Smith de una vez -le había advertido la señora Alcántara- acuérdate que Trinita está averiguándome en Villa de Cura si es un hombre serio, como para casarse con Emma.


El doctor Alcántara, como hombre llano y afable que era, le había contestado que Daniel le parecía un hombre valioso, de mucho futuro y que si se ponían a averiguar, todo el mundo tenía en el pasado una historia que no deseaba publicar.

-         Y más en este país - añadía.

Pero Cecilia Valderrama de Alcántara era implacable.

-         Si tiene un pasado impublicable, mejor es que Emma no se case.

Daniel llegó en medio de una algarabía que no se esperaba. Leonor,  Emma y Clara lo habían ido a esperar a la entrada de Los Dos Caminos y les habían brindado golfeados a todos los muchachos que habían ido con ellas en el carro. Entre gritos de "¡vivan los novios!", y "¡que viva la bella Emma!" entraron por la avenida de la casa grande.

-         ¿Qué hay de bueno, joven? - lo había saludado el ministro.

-         Todo bueno, Don Eduardo, gracias.

-         Tiene las manos frías, ¿está asustado? - preguntó el doctor Alcántara con voz estentórea.

-         Sí, señor, un poco, señor, gracias.

-         ¿Y por qué asustado, por Emma o por papá? - preguntó Cecilita.

La candidez de la niña rompió el hielo. Todos rieron.


Esa tarde, cuando regresaban del paseo a Ño Alejandro, a cambiarse porque venía la pedida de mano, una vieja que vivía en el terreno justo al lado del de los Guevara, le dijo a Emma:

-         Vete de esa casa si quieres sé felí.

-         No sea pavosa, vieja bruja -le dijo Leonor, mientras recogía una piedra del suelo y hacía ademán de lanzársela.

-         ¿Bruja, yo? ¡Pa que lo sepas, tú tampoco vas a sé felí, ni en esa casa ni en ningún lado!

Clara se asustó muchísimo y comenzó a llorar.

-         ¿Te fijas, Clareta, por qué no me gusta traerte? ¡Eres una llorona! Y encima de todo, seguro que vas a irle con el cuento a mamá…

-         Déjala, Leonor, es sólo una niña, y está asustada -dijo Daniel.

-         Clara se hace la niña para lo que le conviene. Cuando quiere andar con los grandes es otra la historia. Tú no la conoces, Daniel.

-         ¡Yo la veo tan linda y tan dulce! -dijo Daniel.

Emma la abrazó.

-         No creas en esas cosas, Clarita. Son personas que lo que quieren es hacer daño. Mi felicidad es tan grande, que no puedo imaginar que algo pueda quitármela. Además, no es cristiano creer en esas cosas.

La vieja se quedó mascullando:

-         Que no venga a llorá despué, porque yo se lo dije. Y la Leonó se vá jodé por grosera.

Eduardo Alcántara Valderrama

Eduardo Alcántara era un joven apuesto y alegre. Tenía el cabello rubio casi blanco, que le caía en bucles sobre la frente. A los dieciséis años empezó a peinarse para atrás, con gomina, para tener un aspecto de “más seriedad”. Sus ojos eran como los de Leonor, negros como pozos, que hacían un contraste interesante con su cabello tan rubio. De bebé era tan bonito que la negra que lo cargaba le ponía un pañal sobre la cara cuando lo sacaba a pasear "para que no le echaran mal de ojo" y se enfurecía cuando le preguntaban si era una niña.

Su padre, que no había querido ponerle su nombre a sus anteriores hijos varones, terminó por ceder ante la insistencia de la señora Alcántara, de que debía llevar su nombre.

-         Es una lata cuando los hijos se llaman igual que el papá, porque uno no sabe de quién      están hablando – decía el doctor Alcántara.

-         ¡Pero cómo no van a saber, si tú eres un hombre hecho y derecho, y éste es apenas un bebé!

-         Mi señora, cuando él empiece a caminar y usted lo esté llamando, voy a creer que a quien llama es a mí. De manera que si usted quiere que ese niño se llame Eduardo, yo no voy a contestar cuando me llame, esté advertida. Y no voy a permitir que le digan Eduardito, porque cuando crezca, si tiene mi mismo tamaño, será ridículo que le digan así.

-         ¡Tú cuando quieres ser necio eres bien necio, Eduardo! – dijo airada la señora Alcántara.

-         ¿Eduardo el bebé o Eduardo yo?

La señora Alcántara se levantó y salió de la habitación.

-         El bebé se va a llamar Eduardo, como su papá – anunció.



Eduardo –Eduardito, como lo llamaban todos, muy a pesar de las constantes quejas de su padre- tocaba muy bien cualquier instrumento de cuerdas, tenía una voz hermosa y una increíble facilidad para las matemáticas. Sacaba cuentas a una asombrosa velocidad. En el colegio, los profesores lo adoraban: era un placer darle clases. Le ponían problemas complejos que resolvía con la mayor naturalidad del mundo:

-         Usted tiene que llevarse a Eduardito de aquí, doctor Alcántara-le decía con frecuencia el director del colegio -Mándelo para los Estados Unidos para que estudie allá, usted que tiene esa posibilidad. Ese muchacho es un genio.

Pero los planes del doctor Alcántara era que Eduardo estudiara la universidad en los Estados Unidos, no el colegio. Si se iba demasiado joven podría pasarle como a Dionisio, el hermano mayor del doctor Alcántara, que se fue a estudiar Matemáticas a Francia y nunca regresó a Venezuela.

- Venezuela es un pueblo de salvajes. Y a mamá no la veré más, de manera que no  tengo interés en regresar – escribió Dionisio Alcántara a sus hermanos cuando murió su madre.


-         Mijo, aprovecha para divertirte mientras estás aquí, porque allá en los Estados Unidos no vas a ver luz –le decía el doctor Alcántara a Eduardo.


Eduardo había sobrepasado a su padre en estatura. Era el más alto de la familia. Tenía manos grandes de gruesos dedos, espalda ancha y cuerpo atlético. Nadaba con frecuencia en el tanque, aunque no era tan buen nadador como Ramón. Invitaba a sus amigos de Caracas y a la "muchachera" del barrio cercano.

-         Yo espero que Eduardito cambie sus gustos cuando le toque casarse- decía su madre - los Alcántara han debido ser bien orilleros para que Leonor y él hayan salido así.

-         Orilleros son todos, mi señora, no sólo Leonor y Eduardo -contestaba el doctor Alcántara -Ramón y Francisco no se quedan atrás. Además, ¿qué hablas tú de nosotros los Alcántara, si tus hermanos poblaron de bachaquitos Cumaná?

-         ¡Por Dios, Eduardo, no me gusta que digas esas cosas! Mis hermanos jamás se juntaron con mujeres del pueblo. Pero como son gente bien, de ojos claros, quieren encasquetarles cualquier muchacho que se vea mezcladito. ¡Y cómo dices eso de Ramón y Francisco! Ramón tiene que tratar con todo tipo de gente por sus negocios, y ¡Francisco es tan caritativo!


Eduardo se apoderó de una casita que había cerca del tanque de agua donde se bañaban, y la convirtió en su laboratorio personal. Allí pasaba horas, indiferente al mundo que lo rodeaba. Estudiaba y hacía experimentos. Desarrolló una capacidad de abstracción impresionante. Carmencita y Gema, las hijas de la lavandera, eran sus ayudantes ocasionales.

-         Vayan hasta Los Dos Caminos y me compran carburo – las mandaba.

-         Mi mamá dice que el carburo es peligroso, y que tú no deberías jugá con eso- decía Carmencita.

-         Cualquier cosa es peligrosa si no la sabes usar. Y cuando vengan de regreso me compran golfeados.

El veinte de agosto Eduardo cumplió quince años. El mismo día, Gema cumplió catorce.

-         ¡Feliz cumpleaño, Eduardito! - dijo Gema alegre cuando entró al laboratorio esa mañana.

-         Felicidades para ti también- y Eduardo se levantó y le extendió la mano. Gema se sonrojó. Eduardo nunca había tenido ese tipo de deferencia con ella.

-         ¿Dónde está tu hermana? – preguntó él.

-         Se quedó con mi agüela, que está quebrantá.

-         Entonces, vamos a aprovechar que estamos los dos solitos, y vienes y me das un beso de cumpleaños.

-         Será pa' que mi mamá me mate.

-         ¿Y por qué te va a matar?... si tú no se lo dices no se entera. Yo no se lo voy a decir…

Gema bajó la cabeza. Eduardo se acercó más.

-         ¿Y qué va decí Misia Cecilia si se entera? - preguntó ella.

-         No va a decir nada, porque yo no le voy a contar nada. Tú haces igual que yo, te callas la boca. Ven que te voy a dar un beso.

-         Mire que usté es blanco y yo negra. Mi agüela dice que "ustedes son blancos y se entienden".

-         Ajá, ahora me tratas de usted otra vez. ¿Y tú crees que a mí me importa que seas negra? Ven acá.

-         No, Eduardito, no me vayas a embromá.

-         ¿Y de dónde sacas que yo te voy a embromar?... Ven acá – y la atrajo hacia sí.

-         Mi agüela dice que tu papá tiene embromá a Simona y que nosotras no debemos dejanos embromá por ninguno de los blancos.

-         ¡Caramba, Gema, qué trágica te has puesto! Yo sólo quiero un beso.

Y atrayéndola hacia sí, la besó en la mejilla. Sintió su olor.

-         Gema, hueles a níspero. Todo aquí en Los Chorros huele a níspero. Tienes la tierra en la piel - le dijo sin soltarla.

-         Ay, Eduardito, por favó – no podía, ni quería, soltarse del abrazo de aquellos brazos fuertes.

-         Ven, que quiero saber si también sabes a níspero.

La besó apasionadamente. Gema temblaba de placer y de miedo, quería huir y quedarse, reír y llorar. Se veía y no se veía como Simona.

-         Hueles a níspero, pero sabes a mango-le dijo él quedamente, volviéndola a besar- Eres una delicia.


Gema le devolvió el beso. Fueron sensaciones nuevas para ambos, de las que no se atrevieron a hablar, sino que se limitaron a sentir mientras sus bocas se conocían y sus manos nerviosas recorrían sus espaldas.

De repente, Eduardo la soltó, caminó hacia el mesón y como cualquier otro día, le dijo:

         - Toma, calienta esto en el mechero.

Y a pesar de que pasaron el resto de la mañana solos, Eduardo no intentó tocarla de nuevo.