miércoles, 24 de febrero de 2016

El círculo de la vida

El circulo de la vida

-        Paul, en honor a la Amistad que tuvimos, prefiero dejarlo hasta aquí.
-        Pero, ¿Por qué? ¿Qué te pasa? Es que… acaso… ¿dejaste de amarme?

Decidí aprovechar la oportunidad. No recuerdo exactamente las palabras. Solo la expresión sombría en su rostro, la mirada de dolor, que se fue transformando en rabia, en sus ojos rasgados. Porque sus ancestros quechuas habían aportado a su estampa, la postura arrogante y la mirada expresiva, que podía acariciar, seducir, pero también matar.

Así que terminé la relación que por casi 4 años tuvimos. Me aburrí de esperar a que se decidiera a madurar. Me cansé de soñar  con pasar de las palabras a los hechos. Más nunca supe de él. Mis padres decidieron emigrar poco después a los Estados Unidos, y tras retomar mi vida, mis estudios y trabajo, ya no volví a pensar en él.

Bueno, quizás de vez en cuando. Como el día que me casé con Arthur, el día en que nacio nuestro hijo Sebastian. Y hoy. Hoy, de lo más extraño. Sin ninguna razón aparente. Como cuando mi madre salía con una pregunta, o una anécdota fuera de contexto. “Es que lo recordé en este momento”…, solía decirnos.  Es en estas ocasiones, cuando me siento heredera de mi madre. Y que el tiempo hace que esa herencia se evidencie en nuestro cuerpo, y en nuestros pensamientos.

“Bueno”, me digo a mi misma: “Basta ya de añoranzas. Pon atención, que se te va a quemar la comida”. Estoy preparando la causa de pollo. El plato favorito de mi Sebastian, quien llega hoy a visitarnos desde Philadelphia.

Y es que, siguiendo la torcida costumbre americana, el chico aceptó la oferta de trabajo más lejana de casa, de las muchas que obtuvo al graduarse de la Universidad Estatal. ¡Habiendo tanto trabajo aquí en Texas! Pero el afán de independencia pudo más que las comodidades de nuestro hogar. O el propio amor por sus padres, o por la comida peruana… Ni modo.

Ya está todo listo. La comida preparada, la casa limpia y arreglada, flores en el “foyer”. ¡Arthur hasta bañó al perro! Ya escucho el ruido del auto aparcándose frente a la casa.

Pero Sebastian viene con alguien. De espaldas, la larga cascada de azabache brillante, ondula con los movimientos de la joven. Es obvio que la chica es especial para Sebastian. Si no lo fuera, no la abría traído a casa hoy, en su primera vacación tras comenzar su trabajo. Y ¿para ella? También él debe ser importante. Viajar desde Philadelphia hasta acá solo se hace por una razón o un deseo muy importante. El viaje es largo y un tanto pesado.

“Pero ¡otra vez estas absorta en tus pensamientos! Pon atención a la chica” me digo.

Y es entonces cuando me reencuentro con los ojos rasgados. Con la mirada poderosa que transmite energía, vitalidad, amor. Reconozco esa mirada.

-        Mamá, te presento a mi prometida. Sus padres son peruanos, como tú.

-        Encantada señora María. Me llamo Paulina.

jueves, 28 de abril de 2011

Inocencia y sencillez

Con solo 5 años, Rosaura no entendía a los adultos. Ellos saben más que los niños, pensaba Rosaura. Pero ella podía ver cosas que los grandes no podían ver. Y en ese pueblo yaracuyano se veían cosas tan interesantes para Rosaura, como la reciente llegada del hombre a la luna.

Por sus continuas travesuras, su abuela, querendona pero estricta, muchas veces la sentaba en la silla alta de la cocina: la abuela creía que la castigaba. “A ver si aprendes a no halar la cola al gato o a no mortificar a tu hermana”.

La niña aceptaba el castigo con cierto agrado. Porque sentada allí, sobre aquella silla tan alta, podía mirar a través de la ventana de la cocina, que daba al patio de las gallinas. Ese patio, rodeado de altas paredes de bahareque frisado, ocultaba las maravillas que solo Rosaura podía ver.

Una tarde de mayo, con el sol tras el paredón, castigada esta vez por esconder las pantuflas a su hermana, Rosaura notó un resplandor en la esquina más lejana del patio. Parecía un aro luminoso, que giraba sobre un montículo de tierra y piedras, que la niña y su hermana mayor usaban como improvisado escenario teatral. El anillo al girar, despedía chispazos de luz amarillenta, que rebotaban en el montículo de tierra y subían al cielo, como despedidos por un bate de beisbol invisible, como los de los jugadores que su papá miraba por televisión.

La niña no sentía miedo, solo una gran curiosidad. Quería presenciar más de cerca el fenómeno. Pero si se bajaba de su trono de opresión, el castigo se redoblaría. Cuando volvió a mirar hacia el montículo, el anillo de luz había desaparecido.

Varios días después, Rosaura contó a Eufracina, la doméstica, lo que había visto durante su castigo. Los ojos de la servidora parecían brotarse aún más. “¿Alguien más vio las luces, mi niña?“, preguntó Eufracina.”No”, respondió la pequeña. “Yo estaba solita en la cocina, castigada por culpa de mi hermana”.”Y ¿le has contado a tu mamá, a la abuela, a alguien?” preguntó la doméstica. La niña meneó la cabeza negativamente.

Eufracina reforzó en Rosaura la idea de que era mejor no contar nada a nadie más, porque como siempre, se burlarían de su historia.

Esa noche, la doméstica se desveló. Esperó hasta la media noche y, armada de linterna, pala y escapulario de medio santoral, salió al patio de las gallinas. Estaba segura que la visión de Rosaura solo podía significar que, un entierro de oro aguardaba a ser extraído. Monedas, prendas, quizás hasta piedras preciosas. Eufracina planeaba en silencio lo que haría con aquel tesoro, mientras removía piedras y tierra con la pala. Un frio intenso, extraño para la época del año, le entumeció las manos y le erizó el cuerpo.

Eufracina se encomendó a todos los santos y ángeles que conocía, y siguió cavando. Pero de repente, la pala chocó contra algo duro y metálico, que hizo que perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Al querer incorporarse, no pudo hacerlo y su grito, ahogado por el terror, retumbó por toda su cabeza. En la puerta del patio se dibujaba la sobra, según ella, del fantasma custodio del tesoro.

Rosaura se había levantado para ir al baño, pues no le gustaba usar la bacinilla. Prefería enfrentar la oscuridad y no el olor de sus propios desechos. Fue por esta razón que Rosaura presencio la incursión nocturna de la doméstica al patio de las gallinas.

A la mañana siguiente, Eufracina no se levantó a hacer las arepas, como siempre. Rosaura y su hermana tuvieron que conformarse con un plato de cereal frio con leche. Los desayunos calientes estuvieron ausentes de la rutina de las niñitas, por casi un mes, hasta que una nueva doméstica llegó a trabajar a la casa.

Rosaura nunca supo que pasó con Eufracina y por un largo tiempo se sintió culpable de su ida. La niña volvió a ver un par de veces el anillo, pero después de su séptimo cumpleaños ya no lo vio más. “¡Es que ya me estoy haciendo grande!”, pensaba la niña. Ciertas cosas están reservadas para el entendimiento y la percepción de los más inocentes y sencillos.

miércoles, 6 de abril de 2011

La institución

El calor de las once era aplastante. En el patio de tierra se formaban remolinos de aire caliente, que hacían girar hojas y basura en un breve movimiento circular ascendente. Al caer de nuevo, eran empujadas por ráfagas de brisa tibia que levantaban más polvo, en medio de un clima que nubla la razón y hace aflorar en algunos seres humanos los más bajos instintos.

Dentro del edificio todos sabían que algo iba a ocurrir, aunque ninguna señal lo indicara. Ni carteles, ni mensajes, ni siquiera los susurros eran necesarios. Las miradas transmitían la información de un rostro a otro. Las autoridades de la institución eran las únicas que no sospechaban nada.

Lo más probable era que sucediera a las once y media, cuando salían al patio a estirar las piernas. Sólo quedaba esperar que pasara la ronda de vigilantes, que de seguro desaparecería hacia el comedor a esa hora, como era su costumbre.

Aquellos dos se la tenían jurada desde hacía tiempo; era algo inevitable. Muchos no conocían la razón de ese encono; a nadie parecía importarle. Cada quien había elegido a su campeón y al salir al descampado ocuparon su lugar tras él.

Aparecieron dos navajas. Su filo cortaba el aire, tomando para sí el resplandor del sol inclemente, lanzando destellos que seguían el movimiento vertiginoso del metal. Dos cuerpos masculinos empapados de sudor giraban, saltaban hacia adelante empuñando sus cuchillos y retrocedían, como guerreros veteranos.

Brotó la primera gota de sangre, seguida de muchas otras. Un tajo profundo en el brazo derecho de uno de los adversarios hizo sospechar que se acercaba el final, pero no fue así. Nadie daba cuartel y nadie lo pedía. Hicieron falta muchos cortes en caras, manos, pechos y espaldas antes de que llegara la estocada final. Pedro, diestro y más bajo que su oponente, se agachó y luego se impulsó hacia arriba, con el brazo estirado y los músculos en tensión. Logró enterrar el arma entre las costillas de su rival, alcanzando su corazón. Juan cayó tendido de bruces. Su cuerpo se estremeció unos segundos. Luego dejó de moverse.

La masa humana transformada en jauría salvaje gritaba cada vez más alto, lo que finalmente alertó a las autoridades. El director bajó al patio corriendo, en compañía de dos guardias, pero ya no había nada que hacer: Juan había muerto y Pedro estaba mal herido. Perdía mucha sangre. Lo trasladaron a un hospital cercano. La fiscalía acudió al lugar de los hechos, pero no encontró testigos. Nadie sabía nada. Todo había terminado.

Maestros y compañeros del occiso, alumno de sexto grado del colegio Aníbal Guerra de Guarenas, acudieron al velorio. Una semana estuvo cerrada la unidad educativa, mientras la policía hacía las investigaciones de rigor. Sólo el calor y la brisa polvorienta recorrieron el patio del plantel durante ese tiempo.

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(Ver más en el blog de la pita)

domingo, 27 de febrero de 2011

CARTA PARA MI GATO JERONIMO


Mi querido Jero:

Te escribo ya que me has estado evitando, reacio a cualquier intercambio, y resulta que necesito que escuches mi preocupación pues es justamente gracias a ti que estoy inquieta. Te noto apocado y falta de apetito y esto ocurre a partir de la última cita con el veterinario. Escucha mi interpretación: el doctor te recibió con cariño y con un ¡hola campeón!, expresión que provocó de inmediato un histérico ataque de risa en la enfermera quien murmuró: -¡Dígame eso! ¡ese garabato y qué campeón!

Yo, disimulando mi indignación, te miré porque. no puedo negarte que me dolió pensando cómo reaccionarías tú, tan sensible, ante semejante atropello. Y no me equivoqué; tus bigotes cayeron flácidos y tus ojos se nublaron. Salvo ser más cariñosa, no te dije nada por si acaso eran aprensiones mías desde mi sobreprotección tan criticada. Pero ¡No! No he dejado de observarte y estás por el suelo. ¡Pues no mi príncipe! No te amilanes, hay que madurar y conocer paso a paso, y golpe a golpe, a la gente ¡la gente es mala! Sobre todo la acomplejada, ¿no te fijaste que esa mujer tenía una verruga en la nariz cual grano de caraota roja germinada, un pelo blanco hirsuto con el cual creo que debe pinchar a todo el que se le acerque Entonces mi precioso, todos tenemos nuestra cojera, no somos perfectos ¿te has fijado en la mancha roja que le ha salido a tu mamá Hanna, cual mecha refulgente de meretriz barata de algún suburbio de Paris? ¿Y tu hermana Clementina? Tiene una calva en la frente, lo que pasa es que posa con coquetería su pata ahí, como en actitud reflexiva imitando al “pensador de Rodin”.

Bueno ¡sin ir más lejos! A mí, tu Minina Nonó, ¿no me has visto el gancho inoperable que tengo por nariz, y piernas cual pitillos? Y aquí estoy mi amor, bregando con la vida a los setenta, y dándomelas de bonita.

Tú tienes que embarnecer tu autoestima, no eres ni siamés, ni angora, ni persa y pare de contar, ¡eres mestizo! Entonces estás conformado por una serie de rasgos trasmitidos por tus padres quienes a su vez eran el resultado de un millón de encuentros indiscriminados entre diferentes “etnias” felinas. Por supuesto cada espécimen es único, ¡ú-ni-co!

¿Entiendes? Entonces ¿qué puede uno concluir? Esa señora verrugona seguramente tiene un ejemplar de “casta” y entonces al verte a ti ¡tan singular! El complejo y la envidia afloraron en su corazón mezquino para tildarte de ¡garabato!

Pero no, mi príncipe, si tu lo que eres, es un esbelto y elástico felino, gracias a esta constitución fruto de tantas mezclas, eres más ágil que un trapecista y vuelas de techo a techo, de rama a rama, y de liana a liana como Chita la mona de Tarzán.

Bueno mi precioso, cambia la cara y ¡arriba el corazón! Adelante día a día, que tienes mucho para ser feliz ¡mi campeón! Eres dueño y señor de esta manzana donde vivimos , por donde vuelas como ave, cabalgas saltando obstáculos como equino, y trasnochas hasta altas horas, deambulando en busca de “un no sabes qué” culpa de la operación, yo sé que es culpa mía, pero entiéndeme, no podía arriesgarme a mantener aquí un perenne cortejo de la abundante población de gatas vecinas compitiendo por seducirte, los períodos de celo de esas “garabatas” desvergonzadas y con tan poco pudor, ¡son insufribles! Para ellas y para nuestros oídos, entonces ¡mi príncipe!, perdóname, también tenía que evitar esa antihigiénica costumbre de los machos de estar marcando territorio, con la intervención quirúrgica todo ello se evitó, eres un gato célibe y pulcro. Entonces grácil galán, aprovecha tu soltería y disfruta de los consentimientos de las hembras de esta casa, tu madre Hanna y tu hermana Clementina, y tu dueña Minina Nonó, tan respetuosa de los “derechos felinos”.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Cristal

Era una talla Marquís, 18 kilates, engastada en oro amarillo. Lo había recibido el día de su compromiso. Su primer diamante, su primer amor. Lo colocaba en su anular como un rito cada vez. Recordaba esa tarde frente al espejo del tocador, mirándose mientras se llevaba la mano a la boca: rosa roja y luz brillante. Ella, una esfinge adiamantada, no podía ser más feliz. Él era el príncipe que la había salvado de 20 años de penitencia. Ahora, “señora de”, fragante y con cutis cuidado, se había vestido para la ocasión. Su aniversario lo iba a compartir con sus mejores amigos: Pablo Villalta-Pulido, el socio de su marido y su mujer Matilde. La cena estaba pautada en La Castañuela, ese restaurante del este de la ciudad que había financiado Ernesto alguna vez. Pero en ese instante todo se le había nublado. ¿Cómo podía perder su joya preciada? Sabía que estaba algo más delgada, pero era absurdo que ya no estuviera en su mano. Todo era un desastre.
Ernesto hablaba con el maître, Pablo exhortaba a los mesoneros a buscar afanosamente; Matilde consolaba a Clementina que, como semejando su celebración, parecía un Cristal a punto de romperse. De pronto, un hombre se acerca a la mesa, la consternación de todos los involucrados pareció suspenderse como en una película de Hitchcock. El sujeto abre su mano derecha y resplandece el diamante de Clementina. Sorpresa, llanto, mil emociones en una. El hombre explica que estaba bajo una mesa. Todos sienten una brisa soplando alrededor. “Por acciones como estas, el mundo todavía sigue teniendo fe”, fueron las palabras que expresó Ernesto. Abrazó a su mujer todavía visiblemente afectada. Agradecidos volvieron a sus puestos. Ordenó al capitán llevar una botella de vino a la mesa del buen samaritano y giró instrucciones para el pago de esa cuenta. La calma reinó de nuevo. Solamente el corazón de Clementina no paraba de estar fuera de ritmo, intentando descubrir cómo había pasado aquello. Volteó y con una tímida sonrisa, observó a las tres personas que acompañaban al ángel del diamante. Una bella mujer de largo cabello negro, un hombre con ojos risueños; otro, rubio, de facciones de Europa del norte y él, el tímido salvador de la noche, con una sonrisa espléndida encontrándose con la mirada de Clementina. ¿Era posible tanta bendición a su alrededor? ¿Le había dado las gracias? ¿Sería un hombre caritativo de verdad? Todas estas preguntas baladíes, la verdad, poco importaban. Ella no tenía dudas sobre la buena estrella que siempre le había acompañado. Esa ocasión habría de dejar una huella. Para esa fecha especial, para ese día en los trabajadores del restaurante, para ese hombre misterioso y noble que tendría algo qué contar en el futuro.

lunes, 21 de febrero de 2011

Gracias por todo


La noche caraqueña se prestaba para un escape: despejada y sin luna. El restaurante a pesar de la hora no estaba lleno. Luis consideró que La Castañuela era una excelente opción para lucirse con sus invitados.
Aunque Frank le prometió compartir la cuenta del restaurante, Luis sabía que el pago le tocaría a él. Temprano llamó al banco y verificó los saldos de las tarjetas de crédito. Entre ambas podría pagar una cuenta razonable.
Se instalaron en una mesa cerca de la barra y Yamila lucía un vestido tallado en negro. Todavía Luis no creía como había podido casarse con Gerard. –el hambre mi hermano- le habría dicho Frank, cuando entre tragos evocaban las noches en Varadero.
Gerard es un lánguido diplomático de la extinta Yugoslavia, en una asignación en la Habana años atrás conoció a la modelo Yamila Lozada de la casa Maison. Se casaron y la sacó de la Isla como dice Frank, su  coterráneo, que se vino a Venezuela y  es el acompañante de Luis en rumbas y despechos.
           En la mesa de al lado celebraban a lo grande, descorcharon una segunda botella de champaña.  Dos parejas de señores vestidos de gala: ellos smoking y ellas trajes largos. Frank aprovechando el ambiente pidió también una botella. Para Luis, el monto razonable quedaba atrás.
          Brindaron por el reencuentro. Las burbujas tuvieron efecto y Luis no se preocupaba por la cuenta, ahora quería bailar de nuevo con Yamila, quizá arrinconarla y recordarle Varadero. Un piano de fondo cortaba cualquier baile. Gerard hablaba del Avila, quería comer carne en vara y Frank prometiendo un lugar en las afuera de la ciudad. La pareja se besaba, Yamila estaba radiante. Luis se fue al baño, no había nada que hacer.
         Cuando volvió, Frank había pedido una botella de vino tinto. Sirvieron carpacho de salmón, chistorras y el pulpo a la gallega. Habían comido de la famosa tortilla y esperaban por unas calamares rebosados. Luis sintió náuseas y perdió el apetito. Llantos y gritos en la mesa de al lado interrumpieron sus cavilaciones.
 Miraba al suelo cuando vio el anillo. Un diamante incrustado en el aro de oro, una joya. Luis lo cogió y de inmediato comprendió el ruido que tanto lo molestaba, el anillo pertenecía a unas de las mujeres de la otra mesa.
La mujer llorando cogió el anillo con las dos manos, el esposo abrazó a Luis y le dijo: todavía hay esperanza en el mundo. Luis apenas oyó las gracias de la señora que observaba el anillo incrédula.
Luis no comprendía el hallazgo y unos aplausos se escucharon de fondo.
A la mesa llegó una botella de champaña y la cuenta había sido pagada. Frank con su acento isleño dijo: con esa joya se arregla una vida.
Libaron la última botella. Salieron los cuatro, Gerard detuvo un taxi y Yamila al despedirse de Luis le da un beso en la mejilla y le susurra: gracias por todo.

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El anillo del milagro

La mesa estaba servida, éramos cuatro comensales. Yamila, de larga y negra cabellera, de piel muy blanca y sonrisa encantadora. Había sido modelo de la Maison en Cuba, su esbelta figura atrapaba la atención de hombres y mujeres desde que entramos al elegante restaurante. Frank un amigo cubano, de apariencia nórdica pero con el sabor del trópico corriendo por sus venas. Tenía poco tiempo en el país de las oportunidades que era Venezuela en el año 1999. Gerard, un diplomático holandés, muy alto, de cabellera rubia, buen conocedor del trópico y sus bondades. Estaba casado con Yamila y fue quien la saco de la isla. Y por supuesto yo, para los que no me conocen, un personaje que dicen tengo buen ver, que soy simpático y muy conversador.

Estaba corto de dinero y tenía la responsabilidad de invitar la cena a ese divertido y fogoso grupo. Gerard y Camila estaban de visita en Venezuela y se marchaban al día siguiente, era la oportunidad de compartir con ellos antes de su partida. Había sido su agasajado en otras ocasiones fuera de estas fronteras. La noche prometía sorpresas y cabía hasta la posibilidad de que mi tarjeta de crédito no pasara a la hora de pagar la cuenta. La Caridad del Cobre no me abandonaría. Me dispuse a disfrutar la noche escuchando los cuentos al más puro estilo de una película de Almodóvar dónde estaban presentes entre risas y lágrimas anécdotas de una Cuba comunista y una Venezuela a la expectativa de no saber en que se convertiría.

En una mesa vecina en la que estaban dos parejas elegantemente vestidas se inició todo un movimiento extraño entre mesoneros y clientes. “Como que se les perdió algo, debe ser de valor, porque lo buscan de manera desesperada” exclamo Gerard.

El brillo de un objeto distante centro mi atención e hizo que me levantara de la mesa en su búsqueda. Había algo escondido entre la pata de un mueble y la esquina de la pared. Se trataba de un anillo de oro con un diamante de grandes proporciones y de brillo deslumbrante. Lo recogí del suelo, lo metí entre una de mis manos .Por segundos pensé que hacer con ese maravilloso descubrimiento. Me dirigí a la mesa vecina y miré a una de las mujeres que lucía desencajada.
“Esto es lo que buscan” Entre risas y lágrimas recibí una muestra de agradecimiento en un sollozo que apenas dejo escapar “gracias “. El hombre que la acompañaba me dio la mano y dijo “estas acciones son las que me permiten seguir teniendo fe”. Regresé a mi mesa y les conté a mis amigos lo que había pasado. Una botella de champagne sin costo alguno fue la recompensa inmediata de mis vecinos de mesa.

Llego el momento de irnos y la cuenta tenía que ser cancelada. Pues en mi Venezuela de oportunidades todo es posible, incluso siendo honestos. No había cuenta que pagar, el anillo había hecho el milagro.

domingo, 20 de febrero de 2011

Recuerdo de un anillo

Quería alagar a mis visitantes cubanos con esa invitación. En honor a sus atenciones, en mis viajes a la isla y a Europa. A pesar de mi estrechez económica en esa época, aquella cena debía ser ¡memorable!

Elegí la marisquería por la promesa de una carta exquisita y por mi deseo de que Yamila, mi hermosísima amiga y única fémina del grupo, saboreara su comida favorita. La mesa para 4 estaba al fondo del restaurante. Ideal para poder conversar. Además sentado frente a Yamila, disfrutaba de la mejor vista del lugar.

En un momento hacia el final de la velada, noté agitación en la mesa contigua, donde dos parejas cenaban. Los hombres comenzaron a mirar por debajo de la mesa, buscando algo, mientras una de las mujeres tranquilizaba a la otra, que estaba al borde del llanto. No pude evitar involucrarme, y me encontré mirando desde mi silla, por lo bajo de mesones y aparadores cercanos.

De repente, un reflejo luminoso captó mi atención. Abandoné mi mesa y me dirigí hacia el aparador recostado a la pared. Allí debajo lo encontré. Era un diamante impresionante, montado sobre un anillo de oro macizo, cuyo aspecto y peso garantizaba un alto valor. Me dirigí hacia la dama llorosa y le pregunté: “¿es esto lo que buscan? Ella me miró con ojos anegados, que pasaron de la tristeza, al asombro y luego al agradecimiento, en segundos.

Uno de los hombres que la acompañaban, me agradeció y comentó, que por acciones como esas, él seguía teniendo fe en la gente. Retorné a mi mesa. Mis amigos no entendían qué había pasado. Les conté lo sucedido y comenzaron a bromear, imaginando las implicaciones económicas del hallazgo.

Pedí la cuenta. Pero en su lugar nos trajeron una botella de espumante y la noticia de que, tanto la botella como la factura de la cena, habían sido pagadas por el dueño del anillo. La celebración se prolongó, para tomarnos una segunda botella pagada por mí.

¿Por qué devolví el anillo? Cuestión de principios. Además, la joya más hermosa de la velada ya estaba en mi mesa y tampoco me pertenecía. La bella Yamila me visitaba con su esposo. Su sola presencia, y la mirada de admiración por mi honestidad eran mi recompensa. Me sentí su héroe esa noche, para mí al menos, ¡memorable!

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Basado en un hecho real.

sábado, 19 de febrero de 2011

El anillo

Darío tenía 7 años trabajando como mesero en La Castañuela. Todos los días bregaba con el pesado turno de la noche. Llegaba a su rancho de madrugada, agotado y apestoso a Tasca. Se daba un baño de gato con la poca agua que tenía almacenada en un pipote, y se apresuraba a dormir para poder soñar en el día en que cambiaría su suerte.

Los días de Darío se pegaban unos con otros formando una noria pesada y perpetua que lo arrastraba por la vida. Él fantaseaba incesantemente con obtener la anhelada cuota inicial que le permitiría mudarse a una casita propia en Guatire.

….

Al llegar a su trabajo, vistió las mesas, pulió los cubiertos, dobló las servilletas de tela a modo de flor y comenzó a barrer; mientras lo hacía pensaba: – No sé para qué me mandan a barrer esta vaina, si en un pestañeo, llegará el zoológico de clientes a picotear como gallinas… y el suelo será una alfombra de migas” Seguía barriendo a la vez que refunfuñaba mentalmente. – ¡Pero no importa! ¡El esclavo Darío está siempre pendiente del suelo!”.

La algarabía del lugar indicaba que la noche estaba en su apogeo. El capitán, guiaba un nuevo grupo de comensales a la mesa asignada. Darío, los seguía sin apartar los ojos del trasero del mujeron que acompañaba a los recién llegados. Los ayudó a sentarse y fue a buscar los menús… En cámara lenta Darío presenció el momento exacto en el que el gran anillo de brillantes cayó al piso.

Miró a ambos lados. Nadie parecía haberse dado cuenta de la joya perdida. Disimuladamente le dio un puntapié a la sortija; ésta rodó hasta llegar a la pared y quedar oculta tras las patas del mueble auxiliar, de donde Darío tomó las cartas.

Sudaba frío. De reojo veía la confusión frenética en la mesa de al lado. Sabía lo que buscaban. Los latidos del corazón le martillaban el pecho. Entregó el menú a la bella mujer, prosiguió con los caballeros de rasgos extranjeros. Con todas sus fuerzas contenía el temblor de sus manos.

– !Cálmate! – Ordenaba mentalmente.

Darío ofreció la carta al más joven de los comensales. El muchacho lo dejó con la mano extendida, algo lo distraía, tenía la mirada clavada exactamente en el rincón donde Darío ocultaba el tesoro.

Pálido, Darío aullaba en silencio: – Ni lo pienses patiquincito, ese anillo es mío. ¡Epa! ¿A dónde vas? ¡No! ¡No te levantes!.

Darío intentó adelantarse al muchacho, pero era demasiado tarde, el joven tenía el anillo en la mano y se lo devolvía a su dueña que, entre risas y llantos, gratificaba al superhéroe de la noche enviándole una botella de champagne y haciéndose cargo de la cuenta de sus invitados.

Darío miraba la escena atónito… Trataba en vano de sobreponerse a la rabia de ver como el patiquín, a punta de honradez, le había arrebatado el boleto de salida del barrio.



Autora: Julieta Buitrago

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jueves, 17 de febrero de 2011

El anillo

Alex acababa de comprar su primer apartamento. Para lograrlo había tenido que empeñar hasta la camisa. Le debía a cada santo una vela y era un hombre muy devoto. Miguel, un empresario cubano exitoso y gran amigo, lo llamó una tarde. La pareja que habían conocido el verano pasado en París haría una breve parada en Caracas, únicamente para reunirse con ellos. Su presupuesto no contemplaba imprevistos y su próxima quincena estaba a años luz de distancia. Ellos sólo estarían una noche en la ciudad.

Miguel había hecho las reservaciones en Kala, un restaurante carísimo. No podía echarse para atrás, quería ver a sus amigos, quienes los habían colmado de atenciones en Europa, y además deseaba pagar la cuenta esa noche. Miguel lo había invitado ya demasiadas veces.

Sin mucho tiempo para pensarlo, se ofreció a recoger a la pareja en su hotel. Antes de salir de su casa, echó una última mirada a sus tarjetas de crédito. Temía que las rechazaran.

Mientras esperaba en la recepción del Marriot detalló el lugar. El lujo lo desbordó. Se sintió aún más pobre. Irama y Jackes bajaron. Parecían estrellas de cine: ella era una morena espigada bellísima. Él, un rubio alto y elegante.

La velada transcurría placenteramente. Lo único que desentonaba era la agitación en la mesa de al lado. Sus ocupantes estaban bastante exaltados. Logró descifrar el motivo cuando los mesoneros se sumaron a lo que interpretó como una búsqueda frenética.

Vio un destello entre la pata de un mueble y la pared. Caminó hacia él, se agachó y tomó lo que resultó ser un anillo de oro, con un brillante bastante grande.

Se volvió a mirar el salón. Nadie había notado nada. Sus amigos platicaban animadamente. La atención de la dueña de la joya y sus acompañantes estaba enfocada en el área inmediata a su mesa.

Lo examinó con disimulo. Su peso, el tamaño de la piedra y el disgusto de quienes lo buscaban, le permitieron hacer un cálculo rápido de su valor. Sonrió. Una expresión de triunfo acompañaba su semblante. Inició una marcha lenta hacia la mesa, con el anillo oculto en su puño. La solución a sus problemas económicos estaba en su mano.

-Perdón señora, ¿es esto lo que están buscando? –preguntó mientras entregaba la sortija a su dueña.

-Sí señor, gracias –respondió la mujer emocionada. Reía y lloraba a la vez.

-No hay de qué.

-Limpio, pero honrado –pensó, mientras regresaba a su mesa.

Poco después, recibieron una botella, cortesía de los comensales vecinos. Se acercaba el final de la noche. Sus preocupaciones se renovaron. ¿Cómo pagaría la cena? Mientras pensaba en esto, le hizo al mesonero una señal para que les trajera la cuenta y, para su sorpresa, este les indicó que ya había sido pagada.

-¿Será esto lo que llaman Karma? –pensó.

Celebraron el gesto de sus vecinos con otra botella de vino, por la que sí pagó.



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