lunes, 13 de diciembre de 2010

Sensación de estafa

Dentro de toda la gama de calamidades que debemos sufrir los venezolanos, inseguridad, alto costo de la vida, inflación, desgobierno, lluvias y para rematar ahora nos pondrán no sabemos dónde una planta nuclear. Ahora parece que debemos enfrentar una nueva, la calidad de los productos que nos alimentan.

Somos el quinto país exportador de petróleo, cualquier persona que entienda las implicaciones de esta última declaración, no podría entender que, no haya medicinas en los hospitales, las vías de comunicación estén abandonadas, llenas de huecos y sin alumbrado. No habría forma de explicarle a cualquier persona sensata del mundo el estado en el que nos encontramos comparados con los ingentes recursos de los que disfruta el estado y de los que ha gastado.

Aunado a todo lo anterior y sin querer sonar paranoico, les pregunto: ¿No han notado, cómo la calidad de los productos de toda índole, particularmente los alientos, han disminuido su calidad?

A un ritmo desenfrenado y particularmente desde enero de este año (2010), quien suscribe se ha encontrado con la dura realidad de aparte de no encontrar los específicos productos, marcas deseadas (la famosa escasez que nos azota desde hace algunos años) y que las llegan a nuestro hogar no son ni la sombra de lo que fueron hace un par de años. Con esto me refiero a pequeñas sutilezas como: botellas con tapas o chapas, latas con abre fácil y envases difíciles de abrir. No es paranoia, ¿Cuántas veces no le han pedido ayuda para destapar un botella de agua?

En el mismo orden, al destapar en envase: ¿No han notado que contienen más aire que el producto por el que estamos pagando? Las bolsas de pan rebanado son cada día más pequeñas, las pastas dentífricas duran menos, la margarina y en general lo que consumimos va disminuyendo su calidad a un ritmo lo suficientemente discreto como para darnos tiempo acostumbrarnos a ello. Como el experimento del sapo y al agua a la cual le van subiendo la temperatura poco a poco hasta que el sapo muere.

Ahora, ¿Quiénes son los responsables? ¿Son los productores e industriales? O ¿Es el gobierno? Lo que está ocurriendo ¿Será producto de las políticas que mantienen congelados precios desde hace unos cuantos años? ¿La destrucción del aparato productivo? ¿Serán las empresas tratando de reducir costos a los fines de mantener sus estructuras y poder seguir operando?

Salga sapo o salga rana, los venezolanos cada día que pasa estamos consumiendo en menor cantidad y sólo nos queda imaginarnos que la calidad de los productos debe estar disminuyendo en la misma proporción. No es suficiente que nuestras expectativas en seguridad, educción, ahorro, democracia y estabilidad monetaria disminuyan cada día, sino que además lo que consumimos ya no nos alimenta como debería ser.

¿Será esto cierto o es sólo una sensación de estafa?

lunes, 29 de noviembre de 2010

Ligerezas del olvido Loli Nardi

Mi abuela Emilia ha sido la mujer más cercana a mi vida desde que tengo uso de razón. Llegó de España casada por poderes con mi abuelo Eduardo en la época del régimen Franquista. Siempre extrañó su tierra y a su familia. Contaba historias de su vida en España una y otra vez. Sin embargo, los años que llevaba fuera superaban hacia rato los que vivio allá.
Mi mundo resplandecía al verla cruzar la puerta. Saludaba a todos con alegría y hacía su ronda de cantares todas las tardes. Tenia montones de canciones pegajosas que la acompañaban siempre. Mi abuela era una explosión de sentimientos, lo que no la hacía reír, la hacía llorar.
Los años pasaron y atrás quedaron las visitas diarias a mi casa, los cuentos, las risas, las canciones y los fines de semana en su apartamento. Vivo fuera del país y la visito solamente un par de veces al año. La última vez la vi poco, pero un par de horas con ella fueron suficientes para transportarme a ese mundo de mi niñez, cálido, seguro y alegre. 
Cuando me encontraba fuera, nos llamábamos con frecuencia. Por unos cuantos meses todo parecía estar bien. Nos contábamos cosas de la rutina, nos reíamos y de vez en cuando hasta llorábamos un poco. Pero de pronto, comencé a notar cambios. Cada vez me llamaba menos. Conversábamos vagamente y la sentía desmotivada y ausente.
− ¡Lelita, hola! Días sin hablarnos, ¿te olvidaste de mí?
− Ay mi niña. Sabes que eso es imposible. Mucho quiero a todos mis nietos, pero tú sabes que eres algo especial para mi corazón y te adoro.
− Cuéntame, ¿Cómo va todo? ¿Qué has hecho? ¿Has ido a casa de mi mamá? ¿Y mi abuelo?
− Pues todo igual. Como voy a estar. No he salido para nada, no me provoca. Me siento cansada, aburrida, sin ganas de nada.
− ¿Estarás enferma Lela, gripe o algo? ¿Y mi abuelo qué dice?
− Qué caso me va hacer si se la pasa viendo su fútbol, beisbol y cualquier deporte que encuentre. De tu madre no sé nada tampoco hace días. Ella no visita, eso lo sabes. En fin, adiós mi niña.
Y antes que pudiera siquiera despedirme o protestar, me había colgado el teléfono. No me lo podía creer. Así ocurrió con frecuencia en las llamadas que siguieron. Lloraba por cualquier cosa y me colgaba sin más antes de siquiera lograr hilar una conversación. Ya ni siquiera me saludaba con el acento andaluz y el “mí niña” que durante toda mi vida precedió cualquier frase que me dirigiera. Un simple hola sin fuerzas se me enterraba en el alma. Ella estaba cada vez más desganada, yo diría que hasta peleona, irritable y yo, acongojada, perpleja.
Al poco tiempo recurrí a mi mamá, sin éxito. Me dijo que eran cosas de ella, que últimamente le había dado por llamar la atención, que lloraba por todo y que la última era que no salía de su casa.
− Es el colmo, tiene a mi papá de esclavo. ¡Hasta el mercado le tiene que hacer!
Le insistí, le dije que estaba preocupadísima, que tenía que ser una depresión severa o una enfermedad que la estaba haciendo sufrir y no quería decir nada para no preocuparnos.
− Tienes que llevarla ya al médico mamá. ¡Tú no le prestas atención a mi abuela y un día de estos se nos muere y tú ni te enteras!
− Te lo he dicho siempre. Tu abuela con ese cuento de que este año es su última navidad, nos va a enterrar a todos. Ya lo verás. ¡Tú y tu abuela, qué fastidio! ¿Por qué no te ocupas tú, ya que tanto se quieren?
Decidí recurrir a mi papá. El la quería como a una mamá y era mucho más objetivo y seguramente resolvería.
− Papi, por favor. Tú sabes cuánto quiero a mi Lela. Estoy tan lejos y no puedo hacer nada. ¡Ni siquiera verla directamente para saber mejor qué puede estar pasando! Tengo un mal presentimiento. La Lela está muy deprimida. Es algo grave papi, por favor habla con mi abuelo. ¡Llévenla al médico pronto, te lo ruego!
Pero no pudo hacer nada. Tanto mi abuelo como mi abuela se negaban a recibir ayuda de nadie. No quisieron siquiera aceptar que mi mamá mandara a la muchacha de servicio a ayudarlos. Y asi, entre una alerta y otra, con mucho descuido y distracciones de parte de todos, el tiempo se nos fue pasando. Y entonces, ya no sólo fueron ligerezas del olvido.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Erró mi torpe mano

Aníbal Guerra aceptó trabajar los carnavales en el bar América, ubicado al final de la avenida Baralt. El dueño, el italiano Francesco, de bigotes y brazos gruesos, se lo advirtió: esto será un infierno, nada de fiao. La tarde no refrescaba y la gente había ido llegando. Francesco estaba entre la barra y la cocina, mientras que Aníbal despachaba cerveza y coñacs en partes iguales. Solo alguna que otra mujer con marcado acento decía “un anísito, mi amor”. 
Entre los clientes habituales estaba el Dr. Bustamante quien llegó con su usual comitiva de tres abogados, siempre conversando entre ellos, ninguno estaba disfrazado. Del grupo de los poetas, que en ocasiones ocupaba más de dos mesas, no había llegado nadie. El bar estaba lleno de turistas y gentes venidas de la otra costa del lago, así que cuando Don U llegó con Felipe tuvieron que conformarse con una esquina en la barra, donde Aníbal rápidamente les sirvió brandys en sendas copas. 
Don U tenía un año de luto por su hermano Santos. Quedaron huérfanos cuando Don U tenía siete años, ambos  criados por su abuela materna. Santos había sido su referencia, su gran hermano, por eso el luto. Del chaleco sacó la boquilla y en un acto instintivo encendió un cigarrillo y de espaldas a la barra oteó el bar que ya estaba lleno de disfrazados y francesas
En una mesa cerca de la entrada estaban tres hombres sin disfraces, por su pinta parecían paisanos, policías de civil. Habían llegado después del mediodía, estaban borrachos. José Fuenmayor había llegado de La Fría a celebrar los carnavales con su amigo Miguel Cadenas. El tercero un compañero de trabajo.
Miguel Cadenas, no era marabino, venía de la Fría. Llegó buscando oportunidades de negocios y terminó trabajando para el gobierno. Solía comentar a sus amigos que era una suerte de espía, aunque aquellos  que lo conocían bien, los que sabían su historia, no creían en él. Recordaban el cuento del becerro. Siendo todos más jóvenes, Miguel se apareció con un becerro amarrado y lo cargaba en el lomo como un gran premio. Les contó como lo había enlazado y  degollado con sus propias manos. Seguía su historia con que se lo había robado de la finca de los Colmenares, los hacendados más ricos de la región. Los amigos no podían creer tanta osadía de Miguelito, él que había sido un cobarde, que no se montaba en burro de noche por la sierra, que en lo que bebía se ponía dormilón y fastidioso. Pues allí estaba, Miguelito transformándose en Miguel. Uno dijo -vamos a hacer una fiesta y nos los comemos, y otro consigue la caña y más allá —invitemos a las mujeres. Miguel no decía nada. Seguía parado con sus botas de trabajo y el becerro hediondo colgado de los hombros. Entonces comentó que ese becerro era para su familia. El ambiente de fiesta que se había formado alrededor del animal como un altar cayó a la deriva, hasta de mal humor se pusieron algunos. Miguelito explicó entonces que lo hizo pensando en su familia y que para el viernes volvía a la finca La Colmena y se cogía otro becerro. De nuevo el ambiente de fiesta y hurras para Miguel. Llegó el viernes y Miguelito no aparecía, lo fueron a buscar a su casa y no salió, ¿qué le pasaba a Miguelito?, si hoy en la noche repetiría su hazaña, no ocurrió nada ni esa noche ni las siguientes. Miguelito tampoco se reunía con sus amigos, los había dejado. Tal proeza no podía quedar en el olvido y, con el transcurrir de los días el rumor de la historia fue cayendo en todas las casas como un itinerante. En cada puerta una variación: no fue un becerro fueron dos, sí uno lo tenía vivo, se llenó de gallinazo para que no lo vieran y los animales no lo olieran. Así la historia fue cogiendo vuelo y llegó a los oídos del Sr. Colmenares, usualmente parco, solo le dejó un mensaje en el bar del pueblo: “todo es mentira a mi no me han robado nada y el que me robe ya sabe lo que le va a pasar”. Un mensaje que atravesó el pueblo más rápido que un caballo desbocado. La familia de Miguel, temerosa, admitió que lo habían comprado. 
Afuera se ocultaba el sol picante y el frescor venido del lago aliviaba la tarde. Dentro del bar, el calor era de mediodía. Había antifaces, mujeres disfrazadas con máscaras y hombres borrachos con sombreros. Las parejas bailaban al ritmo de la vitrola. Algunas mujeres salpicaban con fuelles llenos de harina o maicena jugando a carnaval o regalando máscaras. Los poetas ajenos a la fiesta hablaban:
—Udón, pero no crees que el Zulia debería levantarse, el gobierno central se está burlando, esta revolución no ha hecho nada por el Zulia. Es igual a Guzmán.
—Para poder hacer algo así tenemos que tener el apoyo de Europa o por lo menos de Estados Unidos. Recuerda lo que pasó hace unos años.
—Conozco gente que está dispuesta a enfrentarse. Si nosotros como intelectuales hacemos algo, el mundo escucha.
—El mundo no escucha, ni siquiera los hombres nos oyen, no podemos sino seguir elevando con nuestra lírica, con nuestra prosa la voz del Zulia, como una sola y gran fuerza: unidos.
Felipe, sin responder, brindó y chocaron las copas.
—No nos queda otra finalizó Don U.

—¿Quiénes son esos dos, de qué están disfrazados?, preguntó Fuenmayor, con el cabello y la camisa salpicados de maicena. Señalando los únicos dos cuerpos intactos en el festival.
—Esos son unos artistas,  siempre vienen por acá, respondió el compañero de Miguel, quien lucía un antifaz azul metálico que recordaba a un gato. -¿Qué se habrán creído, por qué no los  enharinamos? dijo Fuenmayor.
—No, intervino Cadenas. Dejemos a esa gente tranquila.
—¿Vos no sois gobierno?-repicó con sorna Fuenmayor- ¿dizque espía?
—¿Espía? contestó el compañero y soltó una carcajada que cayó en Cadenas como un balde de agua fría. Nosotros somos guardias civiles, asignados a la entrada de los tribunales.
—¿Vigilantes?
—Guardias civiles. Estamos armados.
Miguel no contestó. Sus botas militares eran lo único que lo identificaba como guardia. Tomó un puñado de harina de la mesa y con la cerveza en la otra mano atravesó el local. Anduco con equilibrio precario entre las personas que seguían bailando. Llegó a la esquina de la barra, Aníbal-el barman- lo vio venir pero  se distrajo sirviéndole a una insistente señora. Miguelito, orondo, volteaba a la mesa donde estaban sus amigos y con un grito que no molestó a nadie dijo: carnaval y le vació la mano en las cabezas de los poetas. 
—Déjese de vainas, no ve que no estamos jugando, dijo Don U con el polvo todavía flotando en el traje veteado.
—Aquí todos juegan respondió Miguelito. Retador.
—Pero, ¿usted es memo o qué? Insistió Udón, que ya se había levantado. En su copa flotaban grumos blanquecinos. 
Felipe intervino.-Dejalo que está jugando.
 No había terminado de hablar cuando Miguelito  lanzó un segundo puñado de harina que salpicó a los dos. Desde la barra, Aníbal veía la tensión; las parejas enfiestadas seguían de rumba. 
Don U, sin replicar, sacó de la pechera una revólver. Felipe conocía a su amigo y  trató de detenerlo. Los ojos aindiados fijos sobre Miguel y la cara sin mediar palabra. El poeta tan elocuente estaba callado. El amigo trató de calmar los ánimos y Miguel dejó de reír. El poeta iba en serio y Miguel fue retrocediendo, luego corrió a esconderse.
Sonó un disparo. Miguel se metió debajo de una mesa. Estalló un segundo disparo. La música seguía en el ambiente pero su función ya era otra: cubrir los gritos de las mujeres que  despavoridas abandonaban al Bar América. Algunos curiosos se quedaron pero la fiesta había terminado. 
Miguelito fue de los primeros en largarse con sus dos amigos, ni pensaba en el becerro, solo recordaba la expresión del poeta. Su rostro sobre él que le impidió sacar la pistola.
Aníbal nunca había visto tanta sangre. Entre las mesas Felipe moría.
 —Búsquese un doctor, le demandó Don U al muchacho que se perdió tras la barra buscando a su jefe. Pocas personas se acercaron.
 Don U aguantaba a Felipe desfallecido. Le susurraba —perdóneme. Felipe inconsciente no oyó una palabra, la mancha roja los unía a los dos como una faja siamesa.
 Don U se quedó a su lado hasta que llegaron las autoridades. Felipe ya estaba muerto.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Josefita

Josefita Campos nació inesperadamente, faltaban dos meses para cumplirse el tiempo reglamentario cuando irrumpió de súbdito dentro de un carro y en pleno viaje por la carretera vieja de La Guaira. Era la sexta de los hijos del matrimonio que desde hacía un año vivía a la orilla del mar pues el padre, galeno, pasó a trabajar en el hospital de esa ciudad. Afortunadamente su profesión ayudó en las circunstancias y una mantilla que Milagros llevaba cuando viajaba a la capital, cubrió a la niña.

Baja de peso como era de esperar, Josefita, se convirtió en la miniatura de la casa a quien todos consentían La amamantó una holandesa pues Milagros tuvo trastornos a raíz de lo violento del parto en plena carretera.

Creció con lentitud pero con armonía, en ella todo era pequeño aún cuando alcanzó la edad adulta, convirtiéndose en una bella jovencita siempre con aire más de niña que de adolescente. Era llamativa para todo el mundo por su singularidad, decían: es como una muñequita, es un “bibelot”.

No obstante entre el consentimiento de la familia y la pérdida de Lenche, la nodriza holandesa, cuya separación no superó nunca, Josefita desarolló un carácter quejoso y regañón, y una rigidez de conciencia que caía en lo medioeval. Esto no atraía fácilmente a las “conquistas”, a quienes espantaba con su modo de ser. Sin embargo no dejó de tener sus enamoramientos, un estudiante de medicina a quien terminó rechazando porque consideraba que los orígenes europeos del joven entorpecerían la convivencia conyugal: -Pensamos distinto- afirmaba con convicción- para después de la ruptura no recuperarse nunca. Y luego fue cortejada por el viudo de una prima, entonces huyó de la relación porque no se vería bonito, sería una falta de gusto y consideración con la difunta y sus hijos.

Así la vida la sorprendió a los cuarenta y cinco años sola y repleta de nostalgias, soñando con lo imposible y lamentándose de su mala suerte. Y si su carácter era agrio, ahora se desahogaba mandando arbitrariamente a todo aquel que se le cruzara: los sobrinos, sus hermanos, las domésticas, el chofer, el jardinero, y hasta a su propia madre, Milagros, convertida en una dulce ancianita a la disposición de sus caprichos.

Todavía a sus cuarenta años y a pesar de su discreción, llamaba la atención por lo bonita y bien arreglada no obstante la monotonía: camiseros de piqué o seda natural, hechos a la medida por una modista italiana, zapatillas talla treinta y uno y medio, también encargados a un virtuoso del cuero; un pelo como copo de nieve dadas sus prematuras canas, impecable corte gracias a las manos de prestigioso peluquero Sus uñas almendradas, en una manitos de dedos finos vestidos de discretos y elegantes anillos.

Se había hecho cargo de la casa materna y en ella recibía con lujo y distinción a la familia, entonando en las sobremesas sus

Tardíamente tomó clases de manejo y compró un WW tan pequeño como ella, en él recorría la ciudad siempre en el canal equivocado y a velocidades extremas, con la suerte de no haber conocido lo qué era un choque, aunque sí los insultos de transeúntes y choferes.

Siempre pendiente de la moral y de la salvación de aquellas almas en peligro, espiaba a toda mujer arias predilectas con una voz de mezzo soprano digna de los más justos elogios.

cercana, desde las sirvientas hasta las féminas de la familia, y cuando sospechaba o descubría algún paso en falso, montaba el tribunal y se erguía en juez para condenar los pecados cometidos. Así pasó a la historia de los Campos, como la inquisidora del amor.

lunes, 11 de octubre de 2010

MIGUELINA LA GALLEGA

Miguelina, Migue o La Gallega, es una gallega de pura cepa, nacida en La Habana, Cuba y cuya fecha de nacimiento es una incógnita. Según su pasaporte nació el 11 de octubre de 1922, pero ella insiste en que esa es la fecha de nacimiento de una hermana con el mismo nombre que falleció a los pocos meses de nacida. Igual nunca ha tenido idea ni le ha interesado saber cual es su verdadera fecha de nacimiento ni su edad pero se concluye que nació hacia 1925.
Es la cuarta de los cinco hijos de Benito Pereira y Josefa Alonso y la única que nació en La Habana. Su padre era un excelente ebanista y por eso viajo con toda su familia a Cuba. El trabajaba para una familia, muy rica y poderosa, tallando puertas, ventanas y balaustradas en caoba. Algunos detalles hacen pensar que una casa que se mantiene casi intacta en el sector de El Vedado, La Habana, con casi todos sus enseres y mobiliario, haya sido precisamente la de esa familia. Dicho palacete pudo sobrevivir a la revolución y hoy en día es la sede del Museo de Artes Decorativas.
El nacimiento de Miguelina coincidió con el de uno de los herederos de la familia y su mamá automáticamente pasó a ser la nodriza del recién nacido. Eso le trajo problemas en su vida familiar y especialmente en su vida de pareja, ya que pasaba mucho tiempo dentro del imponente palacete.
Los Pereira vivían en una casita en los terrenos de la propiedad para facilitar a Josefa su desempeño como nodriza. La gota que rebasó el vaso ocurrió una tarde cuando Benito encontró a su mujer sonriéndole al dueño de casa. Esa misma noche Benito decide dejar su promisorio porvenir en Cuba y regresar a Galicia a ocuparse de su finca. Como buen gallego era extremadamente terco y ni su mujer ni nadie pudieron disuadirlo, ni siquiera el hecho de que su bebita aún no tuviera documentos. De hecho, al llegar al pueblo de Lalín en la provincia de Pontevedra, nunca se molestaron en registrar a la niña que había sido bautizada con el mismo nombre de su hermanita fallecida.
A los pocos años de haber llegado a Lalín, Benito muere de pulmonía. A duras penas, trabajando arduamente en la finca, Josefa logra sacar a su familia adelante. Al comenzar la guerra civil, los hermanos mayores de Miguelina, Benito y Delfín se ven obligados a irse a luchar. Toda la familia es franquista.
Todas las hermanas se casan menos ella. En el año 1957 toma la decisión de venirse a Venezuela con su sobrina Ofelia y su esposo Manuel, que estaban recién casados. Zarpan de Vigo en el Irpiña.
Apenas llegó al país se empleó con una familia cuyos niños la adoraban pero la patrona era insoportable y la humillaba. Una tarde, desesperada hace su maleta y llorando, decide abandonar ese trabajo. Viene a tocar la puerta de la Quinta Dalia en La Floresta y se topa con una pareja con dos niños pequeños. Una niña de dos y un varón de casi uno. Inmediatamente al ver que la señora no se da abasto con los dos niños se pone a ayudarla, dándole de comer al bebé que además de fiebre tiene brasa. El bautizo del bebé ha sido suspendido nuevamente. Esta vez el padrino, el general Llovera Páez, está complicado por la situación del país. La señora estaba agotada por la falta de ayuda y Miguelina le inspiró confianza desde el primer momento. La entrevista consistió en una sola pregunta:- ¿Puede comenzar a trabajar de una vez? Ella accedió de inmediato pues esta señora le gustaba; sencilla amable, y educada, era todo lo contrario de su antigua patrona. Miguelina hace saber que está dispuesta a realizar cualquier labor menos cuidar niños. Pareciera que hubiera dicho justamente lo contrario pues lo que más y mejor ha hecho a lo largo de más de cincuenta años es precisamente cuidar niños. Ha sido otra mamá para los cinco hermanos Salas Roche y sus dieciséis descendientes.
Además de cargadora, ha sido psicóloga infantil, consejera familiar, maestra, médico, entrenadora de perros y hasta negociante y vidente. Su sabiduría campesina y sexto sentido la hacen un personaje fuera de serie. No solo ayudó a criar niños sino también perros y hasta pollos y conejos. A los perros les hablaba y la obedecían al pie de la letra. La primera fue Chispa, un cruce de Pomerania con Pequinés, después Canela, de raza salchicha, que pasó la mayor parte de su vida metida debajo de los gabinetes de la cocina o ladrando a cualquier persona que osara acercarse a la reja de entrada, Monsieur a quien llamaba Mishé y finalmente Susi, una Golden un tanto atarantada. A todos los crió más o menos con el mismo patrón. Como vivíamos en calle ciega y prácticamente a puertas abiertas, los acostumbró a que salieran y entraran de la casa para hacer sus necesidades en las áreas verdes. La cría de conejos comenzó cuando se trajo del Junquito una coneja para cruzarla con uno que habíamos traído de una verbena. Con ayuda de obreros de una construcción cercana construyó una conejera en el cerro y empezó la cría de los mismos. Nunca llegamos a consumirlos pero ella hacía trueque con el pollero, el frutero y hasta el heladero.
De las cosas que mejor recuerdo eran los paseos que hacíamos algunos sábados al recién inaugurado Parque del Este. Caminábamos desde la Calle El Samán, ya que había una entrada lateral muy discreta, a la que se accedía por un puente sobre una quebrada, por donde entrabamos gratis los que vivíamos en la Floresta. Casi siempre nos preparaba picnics que se llevaba en uno de esos maletines plásticos de línea aérea, muy típicos de la época. Recuerdo clarito las tiritas de carne a la plancha que se llevaba envueltas en papel aluminio, pues aún no habían llegado al país los Tupperware y que nos comíamos con palillos y más aun la botella de colita Grapette o Green Spot medio congelada que debíamos compartir entre los tres hermanos; pasábamos más tiempo tratando de que la repartición fuera equitativa que tomándonos la muestra de refresco. Más de una vez nos fuimos caminando al Club Altamira. Uno de sus lugares favoritos era la playa, adoraba ir a Puerto Azul, bañarse con nosotros en el mar, hacer castillos de arena, recoger uvas de playa, llevarnos a pescar al muelle en las tardes y luego a las 7pm, después de la cena, llevarnos al cine. Por nada del mundo se perdía las películas de Marisol, Marcelino Pan y Vino o las de Joselito. Muchas de ella estaban ambientadas en la España de su infancia. Todo éstos rituales los repitió con sus nietos en el Club Camurí y de hecho aún disfruta la playa pero no como antes, sospecho que porque no tiene niños chiquitos que cuidar. Ojalá pueda disfrutar pronto de algún bisnieto.
Sus diagnósticos fueron mejorando con el paso de los años. Cuando mi hijo Alfredo Ignacio tenía unos tres meses anunció que estaba muy duro y que tenía que hacerle gimnasia y hasta me dio ideas para que le hiciera ejercicios. Ni yo que soy terapista del lenguaje ni la pediatra nos habíamos percatado del asunto hasta ese momento. Cuando le dije que lo había hecho ver por un especialista, el Dr. Cuevas, me dijo que para qué si ya ella se había dado cuenta y me había explicado que tenía que hacer. Cuando el niño cumplió un año me fui de vacaciones y se lo dejé con todos los remedios, incluido vaporizador y hasta supositorios para la flema y la tos. Al cabo de una semana, me lo entrego curado y con instrucciones de no darle más leche de vaca. Para mi se trataba prácticamente de un milagro pues el niño había venido sufriendo de otitis y bronquitis recurrentes desde los 4 o 5 meses. A mi hermana Maru, le causaba mucha gracia que su pediatra, Tony Manrique, entre echando broma y en serio estuviese interesado en conocer la opinión de la Gallega a cerca de la dolencia del niño traído a consulta.
Merece un párrafo aparte el asunto de la horrible verruga en el dedo de mi hermanita Alexandra, la menor de todos los hermanos. Resulta que el tío Armando, dermatólogo de cuando las especializaciones se hacían en París, ya se la había cauterizado en dos oportunidades sin mayor éxito. La niña estaba aterrada con la perspectiva de una nueva visita al consultorio, pues el tío no tenía ninguna psicología. Ella recuerda claramente a mi mamá diciéndole con su pronunciación ligeramente afrancesada:- Mamita, eso no te va a doler casi, es rapidito-, a lo que el tío interrumpió para reclamar a mi mamá. -¡Pero Bijou: Cómo vas a engañar a la niña! Claro que le va a doler! Este procedimiento es sumamente doloroso. En el dedo están todas las terminaciones nerviosas!- En esta oportunidad Miguelina, cual hada madrina, también logró curar a la niña. Sencillamente se dedicó a colocarle savia de una mata de lechosa que ella misma había sembrado en la entrada de servicio, y a proteger la verruga con una curita. Al final se la terminó arrancando, ya seca, con un adhesivo más fuerte. Aún no habían salido al mercado las curitas medicadas para eliminar verrugas del Dr. Scholl!
Hay detalles que tal vez mi mamá nunca supo y que yo definiría como las travesuras de Migue como por ejemplo que le metía miedo a mi hermano Fran, porque le daba mucha guerra para comer, con Pedro Jurjullo. Casi lo mata del susto una noche que estaba particularmente inapetente y se puso de acuerdo con Cándida, la otra muchacha que trabajaba en la casa para que intentara darle de comer y lo distrajera, para ella asustarlo través de la ventana de la cocina con un paño oscuro y un horrible rugido. También casi todas las Navidades nos contaba como había tenido que interceder con San Nicolás y el Niño Jesús para que no le dejaran carbones a mi hermano. Todo esto era con la esperanza de que el niño empezara a comer. Recuerdo también su viejísimo misal con las ilustraciones pintoreteadas por mi donde nos mostraba y nos daba sus interpretaciones a cerca del mismísimo diablo con cachos, lanza y hasta los pecadores consumiéndose en las llamas. Nada de esto nos creo ningún tipo de traumas, tampoco las nalgadas o coscorrones que nos llegó a dar en alguna oportunidad.
De las cosas más tristes e injustas que recuerdo fue su primer viaje de vacaciones a Galicia. Ella quiso ir en barco y mamá fue a despedirla al puerto de La Guaira, mientras nosotros estábamos en el colegio. Partió por tres meses con mucha ilusión. Después de diez años iba a reencontrarse con su familia. Resultó ser que la mamá estaba tan emocionada que murió de un infarto y tuvo que ser enterrada tres días antes de que el barco atracara en Vigo. Fue algo terrible para todos.
Miguelina es la persona más leal, noble y trabajadora que he conocido en toda mi vida.
Su bondad y su capacidad de entrega no tienen límites y estoy segura que su coeficiente intelectual debe ser altísimo. Su intuición es algo impresionante; le sirve para detectar desde enfermedades hasta embustes y embarazos. Aunque se ha “amansado” su carácter es fuerte y dominante. Le encantaba darle órdenes a mi papá sobre lo que podía o no comer, ya que era en lo único en lo que lo podía mandar.

Nunca le conocimos ningún admirador, aunque estoy segura que debe haber tenido unos cuantos. Sencillamente su prioridad en la vida era ocuparse de nosotros. Sin ser particularmente bella tenía mucha chispa y picardía, sobretodo en su mirada color miel. Para mí, lucía más andaluza que gallega, con su piel morena y su pelo negro azabache que aprovechaba para cortarse cada vez que el barbero iba a casa a cortarle el pelo a mi hermano. Jamás se pintó el pelo y definitivamente tampoco se dio mala vida con el arreglo personal, aunque cuando nos acompañaba a las piñatas o salía los domingos lucía impecable. Dudo que en más de cincuenta años se haya comprado por iniciativa propia una prenda de vestir y menos aún un accesorio. Mi mamá y ahora mis hermanas y yo nos ocupamos de que nunca le falte nada. Las únicas veces que creo que se ha preocupado por la vestimenta y le pedido a su sobrina que le confeccione un vestido ha sido en ocasión de nuestros matrimonios. Su personalidad compensa con creces su baja estatura a la hora de hacerse sentir y respetar. Ella se ha ganado el aprecio y el cariño de todos nuestros familiares y amigos y por supuesto de todos los hermanos Salas Roche que la consideramos nuestra otra mamá.

martes, 5 de octubre de 2010

Aguasanta Valderrama Ruiz

Aunque Cecilia y Aguasanta Valderrama Ruiz eran gemelas, no había dos personas más distintas en el mundo. Desde pequeñitas, a pesar de que eran dos gotas de agua, podía reconocérselas fácilmente por el carácter: mientras Cecilia siempre estaba seria, Aguasanta era un cascabel. De bebé, Cecilia era insoportable. Había cambiado el día por la noche y lloraba toda la madrugada sin cansarse. Aguasanta, en cambio, dormía la noche completa desde que tenía diecisiete días. Cecilia no aceptó a la nodriza. Aguasanta se pegó a la Negra Loló desde que nació.

En unas fotos de estudio que les hiciera un fotógrafo a cambio de una consulta médica que el padre de las gemelas, el doctor Valderrama, no le cobró, Cecilia salió enfurruñada viendo para el piso en el par que le tomó. De Aguasanta hizo unas veinte, cada una más hermosa que la otra.

Cecilia se llamaba así en honor a una tía abuela, que murió a los diecisiete años, tapiada mientras bordaba en el terremoto de Cumaná de 1853. En la casa conservaban la mesa que encontraron a su lado y el pañito sin terminar.

-          La mesa es de Cecilia, ya lo saben – decía su madre.

Aguasanta debía su nombre a una parienta que ayudó a los patriotas cuando emigraron a Oriente.

-          Menos mal que me llamo como una viva y no como una muerta – le decía Aguasanta a Cecilia.
-          No seas necia, las dos están muertas desde hace tiempo, y la tuya no poseía ni siquiera una silla – le respondía Cecilia.

Cecilia jugaba con una muñeca que cuidaba más que a su vida. Era una de dos muñecas idénticas que les habían traído de París los acaudalados tíos Ruiz. El destino de las muñecas fue tan distinto como las mismas hermanas: la de Aguasanta no duró entera. Le cortó el pelo. Le quitó la ropa y se la puso a una gata.  Un par de semanas después, lo que quedaba de muñeca después de que un perro callejero la mordisqueó, yacía cogiendo sol en el patio.

Cecilia era una alumna modelo. Era la niña ejemplar, favorita de las monjas y maestras. Agusanta era la oveja negra del colegio. No la echaron porque el doctor Valderrama era el médico de la congregación. Pero Cecilia resentía su conducta… y su popularidad.

Un día Cecilia corrió para llegar a su casa. Su madre, Doña Antonia Ruiz, la preocupó verla llegar tan atafagada, despeinada y con los zapatos sucios de barro. Era algo totalmente inusual en ella, que siempre regresaba impecable, igual que como había salido.

-          Cecilia, hija, ¿qué te pasa?
-          Mamá, no te imaginas lo que hizo Aguasanta – dijo con la respiración entrecortada.

Doña Antonia suspiró.

-          Mamá – continuó Cecilia y las lágrimas corrieron por sus mejillas – A Aguasanta la botaron de clase porque estaba fastidiando, y en vez de irse para la capilla, donde la mandaron a rezar, se fue para el cuarto de los trastes. Allí encontró un traje largo azul claro, desteñido, y se lo puso. Luego se fue a la capilla, quitó a la Virgen del pedestal… ¡y se montó ella! Cuando entramos estaba montada en el pedestal viendo hacia el techo, con las manos juntas ¡como si ella rezara, mamá!
-          ¡Dios mío santo y bendito! – dijo su madre – ahora ni tu papá la salva. ¿Qué voy a hacer con esa niña?...
-          ¡Ay, mamá, qué avergonzada estoy! Yo no quiero volver al colegio. Todas me van a señalar…
-          ¿Y dónde está tu hermana?
-          Venía detrás de mí, pero yo corrí para contarte. La Madre Superiora la castigó y le pegó con la palmeta, pero a ella no le importó – lloró Cecilia.

Pero a Aguasanta no la botaron del colegio, y el doctor Valderrama soltó una sonora carcajada cuando se enteró de la travesura de su hija.

-          Aguasanta es más bella que la virgen que tienen las monjas en la capilla – dijo.
-          ¡No te rías, Agustín! – le imploró su mujer inútilmente. Cecilia resentía el abierto favoritismo de su padre por su hermana. También resentía el desorden económico que imperaba en su casa.
-          No hay con qué comprar la comida – anunciaba su madre.
-          ¿Qué vamos a comer? – preguntaba Cecilia con angustia cuando sucedía eso.
-          Mango, chica, comeremos mangos. ¿No ves cómo están las matas cargadas? Comeremos mangos y Loló puede preparar chocolate con el cacao de la mata del patio – respondía Aguasanta.

El doctor Valderrama hacía una lista de los pacientes ricos que había atendido, y mandaba a la Negra Loló montada en la burra a cobrarles. A los pobres jamás les pasó factura. El cobro les permitía vivir holgadamente hasta que, nuevamente, se acababa el dinero. Por eso Cecilia cuando se casó, administró con rigor hasta el último centavo.

Ya de adolescentes, Aguasanta era el alma de las fiestas. Tenía un enorme éxito con los muchachos. No así Cecilia, quien la miraba de lejos. Hasta el día que saliendo de la Misa de Santa Inés conocieron a Eduardo Alcántara, quien acababa de llegar de Caracas donde se había graduado de Doctor en Ciencias Físicas y Matemáticas, y era hijo de los Alcántara Silva, amigos de sus padres. Eduardo quedó prendado de la belleza de las gemelas, pero como sucedía usualmente, la personalidad de Aguasanta lo cautivó. Pero Cecilia quedó cautivada por Eduardo y decidió que esta vez su hermana no se saldría con la suya.

Eduardo comenzó a visitar la casa de los Valderrama. Aguasanta se levantaba en el medio de la conversación y se iba para el jardín. Eduardo se quedaba conversando con Cecilia y la señora Valderrama, pero era evidente que su atención estaba puesta en la puerta por donde había salido Aguasanta.

-          Hace mucho calor – decía Eduardo con frecuencia - ¿por qué no nos sentamos afuera?
-          ¿Para dónde se habrá ido esa niña? – preguntaba doña Antonia.
-          Si quiere la voy a buscar – se ofrecía Eduardo.
-          No se moleste – le decía Cecilia – yo la busco – y salía lívida de la rabia, mordiéndose los labios.

Cuando encontraba a Aguasanta, ésta se reía.

-          Está desesperado esperando que yo regrese, ¿verdad? ¡Me encanta que se ponga así! – le decía a Cecilia.
-          Nada desesperado, pero eres una maleducada. Mamá dice que vengas a recibir la visita.

Cecilia se afligía cuando veía que todos los dulces que preparaba, los bordados, cualquier cosa que hiciera por atraer la atención de Eduardo, eran infructuosos. Él sólo tenía ojos para su hermana. Un domingo a la salida de misa Eduardo, en un aparte, le dijo:

-          Cecilia, quiero hablar con usted.

A ella se le iluminó la cara y sonrió. Era poco usual que sonriera.

-          Como usted se habrá dado cuenta, estoy enamorado de Aguasanta, pero creo que ella no me corresponde.
-          ¡Ay, Eduardo! – le respondió Cecilia, tragando grueso – no sabe usted cuánto lo siento. Usted tiene todas las cualidades para que una joven se enamore de usted, pero Aguasanta es como es.
-          ¿Usted podría preguntarle qué siente ella por mí?
-          Sí, claro, pero no le doy esperanzas…
-          Por favor, Cecilia. Yo sé que ella hace esas cosas para llamarme la atención. No crea que no lo he advertido…
-          Hablaré con ella, se lo prometo.

Esa noche, Cecilia abordó a su hermana:

-          Si no te gusta Eduardo, no veo por qué le tienes que dar falsas esperanzas.
-          ¿Y quién te dijo que no me gustaba? ¡Claro que me gusta! Es sólo una táctica para enamorarlo más.
-          No te lo creo. Si estuvieras enamorada de él, quisieras estar siempre a su lado.
-          Si es por estar a su lado, quien está siempre a su lado cada vez que viene eres tú, y no te ha servido de nada, hermana… le gusto yo.

Cecilia sintió que le hervía la sangre.

-          Claro que no, sólo trato de ser lo que tú no eres: amable – le respondió.

Pero esa noche no pudo dormir pensando en las palabras de Aguasanta “¡Claro que me gusta!”… No lo podía permitir. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por evitarlo.

Cuando Eduardo las visitó el lunes en la noche, Aguasanta se disculpó. Cecilia aprovechó un momento en que Doña Antonia se levantó para decirle:

-          Eduardo, hablé con Aguasanta.

Eduardo se levantó de su silla.

-          Dígame, Cecilia, por favor, antes de que regrese su señora madre.
-          Ella no está interesada en usted.
-          ¿Cómo?...
-          Verá, ella está enamorada de otro… por favor no diga nada…

Eduardo se despidió temprano. Cecilia quedó consternada. Aguasanta intuyó que algo andaba mal.

-          ¿Qué te pasa, Cecilia? – le preguntó cuando se acostaron a dormir.
-          Nada, nada.
-          ¿Te gusta Eduardo, verdad?
-          No, para nada…
-          Pues lo disimulas muy mal…
-          A mí me gusta, no te lo voy a negar… pero no me enamora. Me divierte tener al soltero más cotizado de Cumaná comiendo en la mano. Pero si a ti te gusta, es tuyo… te lo regalo – le dijo Aguasanta.

Cecilia la miró con desconfianza.

-          Te dije que no me gusta – le repitió.
-          Pero yo sé que te gusta. Nunca le habías puesto tanta atención a nadie. Tú nunca te habías puesto a prepara dulcitos con tanto denuedo. ¡Y los bordados! Hasta le ganas a mamá. Ya te lo dije, te regalo a Eduardo.
-          No, gracias, Aguasanta, eres muy generosa, pero Eduardo no es hombre para mí.

El martes Eduardo se excusó de la visita vespertina. Y también el miércoles, el jueves, el viernes y el sábado. El domingo a la salida de la misa, se acercó a saludar. Cecilia lo saludó con frialdad. Aguasanta, en cambio, lo recibió con una espléndida sonrisa.

-          Debo reclamarle que nos haya abandonado, Eduardo – le dijo
-          ¿Quiere decir que usted, digo, ustedes,  me han extrañado? – preguntó esperanzado.
-          ¡Claro que lo hemos extrañado!

Eduardo reanudó las visitas, y Aguasanta siguió abandonando el salón cada vez que él venía. Cecilia sentía una rabia creciente por su hermana.

Pero todo cambió por esos días, cuando se mudó a Cumaná una pareja de corsos que se había casado por poder. Él era un hombre apuestísimo, simpático, de estupenda disposición. Ella era mayor que él, no muy agraciada y como la casaron obligada, estaba amargadísima por haber dejado a su verdadero amor en la isla.

Aguasanta los conoció durante la inauguración del tranvía de otro corso de apellido Pieri, a la que había asistido acompañando a su padre. El joven se llamaba Henri. Cruzaron las miradas, y el flechazo fue inmediato. Cuando estrecharon las manos y él se inclinó para besársela, ella sintió una corriente que le recorrió todo su cuerpo. Sus ojos se dijeron todo. Fue amor a primera vista.

En el momento del corte de la cinta, en medio de la confusión y los empujones, Henri se las arregló para apretarle la mano.

-          ¿Cuándo nos vemos otra vez, mañana? – le susurró.
-          ¡No, mañana no! – le respondió ella.

Henri puso cara de desolación.

-          Esta tarde – le dijo ella – No puedo esperar hasta mañana.
-          ¿Dónde? – preguntó él con los ojos brillantes.
-          Detrás de la plantación de cacao de los Bermúdez hay un arroyo…
-          Allí estaré.


















Serie Personajes - Marqués de Carrión

Con la caída de la tarde, hizo su entrada triunfal Don Alonso Francisco Osorio y Guzmán, Marqués de Carrión. Era un hombre viejo, enfundado en un ceñido traje de seda, con una larga peluca blanca que debía ocultar un secreto no muy bien guardado: su cabeza era lisa como una bola de cristal, totalmente desprovista de cabello. Tenía los ojos vidriosos, que profetizaban el advenimiento de cataratas y su afición al rapé le mantenía continuamente enrojecida la cara externa de las fosas nasales. Además, los excesos en la comida le habían desarrollado una barriga descomunal. Los lujos, la bebida, los viajes, los trajes y las malas inversiones le habían arruinado el físico, la salud y el patrimonio. Sólo le quedaba su título y el vetusto castillo de la familia. Todavía no conocía a la novia. La había visto desde lejos un par de años atrás, cuando formalizaron la unión, pero desde entonces no la había visitado. Entró al gran salón, inspeccionándolo todo, calculando a cuanto ascendería la generosa dote de su suegro.

Por Irene de Santos

martes, 28 de septiembre de 2010

Personaje 6: Oliver Chappel


Se acerca a cumplir los ochenta años pero eso no lo amilana, a pesar de que el estado lo ha pensionado desde la edad reglamentaria no por eso ha bajado el ritmo de su actividad. Empleado en una biblioteca pública durante toda su vida laboral, no hay quien lo iguale en el conocimiento acerca de los ejemplares en existencia, aquellos encargados y sobre el destino de los que han salido de circulación, allí ha transcurrido su vida y hoy, ¿quién lo reprocharía al verlo llegar puntualmente, desembarazándose de su abrigo raido y colocando la ahuecada gorra de gamuza en el colgador del pasillo? Al contrario, se le aprecia porque nadie como él para sacarlos de un apuro a la hora de la llegada de un investigador acucioso que aspire más que una ficha de archivo, o una orientación en la computadora para la búsqueda de un ejemplar raro.

No obstante para el recién nombrado director, bibliotecónomo de escuela, y con la aspiración de innovar dentro de la antigua library, este espécimen de pelo largo, gris y grasiento hasta los hombros, carente de la aplicación de un shampoo, vistiendo ropa anticuada y andrajosa, botines maltratados donde sus pulgares inferiores rompen las puntas de los viejos zapatos y portando un bulto maltrecho, resulta simplemente insoportable. Desde que llegó a su nuevo cargo ha tratado persistentemente de salir de este fantasma del submundo que incomoda su concepción moderna del trabajo con el cual ha de toparse a diario y que para colmo, juega un papel protagónico dentro del entorno. Porque sí, Oliver no tiene empacho en ace

rcarse a los lectores para preguntarles por sus necesidades, para ofrecer su ayuda mientras posa en sus mesas sus uñas mugrientas producto de unas excavaciones que ha emprendido como estudio y como hobby.

Robert Maylor no agunta más y un día lo llama a su oficina para leerle la nueva cartilla donde se restringe la relación del lector con el personal, porque dado que estamos en la era de la cibernética no hay necesidad, la gente se defiende con la computadora, aparato que por cierto Oliver ha menospreciado, confiado en su memoria y en los viejos archivos que amontonan papel inservible ya que todo ha sido trasladado al banco de datos, y ofensivamente le dice:

-Oliver, convénzase, usted es un antigualla inservible.

Oliver no responde nada pero la noche de ese día va al lugar donde suele reunirse con sus amigos, el Pub del Castillo de Robin Hood, y casualmente coincide con Maylor. Es una acogedora cueva que rememora las aventuras medievales, y donde, además de beber, se juega a ensartar un aro en un cuerno clavado en la pared. Entonces Oliver, campeón en esta lidia, reta en tono obligante a Maylor a competir. El director es un londinense que por primera vez pisa estos terrenos desconocidos, tímido ante la invitación se ve obligado a participar frente a un público de alegres bebedores que muy pronto descalificarán su torpeza con burlas y pitas. Entonces Oliver se incorpora al juego para repetir aciertos incansablemente, hasta que abrumado por los aplausos, toma distancia y en voz sonora y con claras palabras hace la presentación de Maylor:

-He aquí señores, el testimonio de lo qué es un hombre moderno quien ha venido a Nottingham a traernos la luz y la verdad.

Las pitas avergüenzan a Maylor que se escabulle cabizbajo.

lunes, 20 de septiembre de 2010

CLARA SÁENZ LINARES

Edad: quince años. Nacida en Cádiz, en una familia sumamente adinerada, en 1769.

Hija de Federico Sáenz de Suazo y María Teresa Linares Fernández

Es la mayor de dos hermanas, para desgracia de su padre, quien quería un varón que en el futuro pudiera tomar las riendas de su próspero negocio. Sin embargo, su madre considera que su sexo puede ser muy conveniente.

De piel muy blanca, abundante cabellera rojiza, muy rizada y ojos verdes. Es bajita y muy delgada. Pesa tan poco que apenas hace ruido al andar. No aparenta la edad que tiene, parece menor, luce como una niña. Su voz es muy delicada.

Come como un pajarito, excepto cuando de dulces se trata. Lo único que devora con voracidad son los pasteles que le prepara Dulce María, su aya, quien la consiente con el pretexto de “…que algo tiene que comer la niña, o se nos va a enfermar”

De carácter muy dulce, cariñosa y compasiva. Le gustan mucho las historias románticas. Sueña con el príncipe encantado que la rescatará algún día. Es muy sensible.

Su salud es bastante frágil. Se enferma con frecuencia, pero su mayor mal son los nervios. La mayoría de sus enfermedades son producto del terror que le tiene a su mamá. Por extensión, todo la asusta: una conversación de tono elevado, el ruido que produce un objeto al caerse, el sonido que emiten los animales, etc. Sin embargo, sostiene ante todo el mundo que por amor sería capaz de todo, y lo hace en un tono de voz valiente y decidido.

Adora la poesía y es una gran declamadora. Recita de memoria versos de amor en eventos familiares. También tiene una gran afición por la música, aunque no aprendió a tocar ningún instrumento. Sin embargo, baila muy bien. Tiene buen oído.

Su mayor habilidad es el bordado. Quienes han visto sus trabajos afirman que tiene manos de oro. Ha hecho trabajos extraordinarios para vestir el altar de la iglesia. En la actualidad, está bordando su ajuar, aunque no avanza nada rápido. Su madre, impaciente, le dijo que buscara ayuda, porque con ajuar o sin él, debe casarse al cumplir los dieciséis años y sólo faltan unos pocos meses.

Es reservada y algo melancólica. Se siente frustrada por la imposición de su familia de casarse con un Marqués, que para colmo es un viejo feísimo y nada simpático. No tolera la idea de que su única función en la vida sea la de dotar a su familia de un título nobiliario. Son riquísimos, pero la ambición desmedida de su madre la hará sacrificar su felicidad por ser Marquesa.
Su poeta favorito: Garcilaso de la Vega:

SONETO V
Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, yo lo leo tan solo,
que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma mismo os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Serie Personajes


Vicente Carrillo Vega
Edad: 18 años
Estado civil: soltero.
Profesión: músico. Aunque toca varios instrumentos, prefiere la flauta. Compone y enseña. Se dedica a la música con gran pasión. Muy trabajador.
Posición social: familia humilde dedicada a las artes
Familia: es el menor de dos hermanos, huérfano de madre (la perdió a los dieciseis años). Su padre es músico y maestro de escuela. Su hermano es actor de teatro.
Nacionalidad: española.

Características físicas: alto, delgado, de anchos hombros, dotado de una abundante cabellera negra que le cae en suaves rizos hasta los hombros y enmarca un rostro muy viril de facciones geométricas bien definidas. . Profundos ojos negros, de mirada penetrante, capaz de adentrarse hasta el corazón de cualquier joven romántica y soñadora. Voz gruesa y aterciopelada.
Rasgos emocionales: alegre, despreocupado, divertido y con un carisma casi hipnótico: todo el que le conoce siente afecto por él de inmediato. Amable, todo un caballero. Disfruta ayudando a los demás. Amigo fiel, no soporta la traición ni tolera la mentira. Detesta la injusticia. Romántico. y apasionado. Cree que en la vida de un hombre sólo hay espacio para un único gran amor. Algo melancólico y muy sensible. Sufrió muchísimo con la muerte de su madre, gran compañera, quien le enseño a bailar. Se adapta con facilidad a las circunstancias, porque ante todo es un sobreviviente.

Aficiones: le gusta la buena mesa y más aún, el buen vino. Aunque en su casa no abunden esas cosas, puede acceder a ellas cuando trabaja como músico contratado en la casa de algún adinerado, para amenizar fiestas. Sabe apreciarlas. También le encantan las juergas nocturnas por la calle con los amigos y siempre está a la orden para asistir en cualquier serenata, no importa la hora.
Por Irene de Santos

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Mi "Bucket List" Por Nelliana, gracias a Nelliana

Vi la bellísima película con Jack Nicholson y Morgan Freeman en el 2007, cuando se estrenó. La disfruté y la recuerdo, pero por alguna razón, no me senté en esa oportunidad a escribir mi Bucket List.


Sensibilizada inmensamente por la pronta partida de nuestra compañera escritora, Nelliana, he pasado días de sosiego y reflexión. En el grupo tratamos de que sea motivo de inspiración y no de desánimo y tristeza. Así que, aquí voy.

Ella tenía su “bucket list”. Julieta, amiga y compañera escritora de este grupo me contó que decidió escribir la suya al leer la de Nelliana. Me preocupé al inicio, me asusté incluso. Pero luego pensé un poco más, escuché lo que mi amiga listaba. Ella se preguntaba cuanto habría alcanzado a hacer en tan corta vida nuestra compañera. Fui a leer también aquella lista y pensé lo mismo con tristeza. ¡Cuántas cosas por hacer! ¡Qué corta vida tuvo! De modo que lo primero que hice fue repasar las suyas, las de mi amiga y a partir de ellas, comenzar a escribir las mías.

Un Bucket List, o Life List, es una lista de cosas por hacer antes de morir. El término proviene de la expresión en Inglés: “Kick the bucket”, traducida como: morirse. Se dice que proviene de métodos de ejecución como la horca, en la edad media. La víctima se coloca con una soga al cuello, parada sobre un tobo (bucket) y al patearlo, la cuerda aprieta y se muere. También refieren la viga donde suspenden a los cochinos que van a sacrificar. Es también llamada “bucket”. La palabra en si se dice que proviene del Francés, “trébuchet”, que significa balance. De allí, Bucket list. Yo prefiero llamarla Life List por estos días. Bucket List cuando esté más alegre, porque como "slang", o expresión informal en Inglés, me hace reír. La muerte como idea, como realidad inexorable, es sublime, importante, necesaria. Pero cuando nos toca cerca, duele, asusta y pesa, a veces parece insostenible.

Necesitamos conectarnos a la vida. Todos buscamos encontrar la mayor alegría posible. Los más sofisticados disfrutamos también el darle alegría a quienes nos rodean. En torno a eso pensamos y deseamos cosas en todo momento. Listarlas, ordenarlas y revisarlas puede ser una manera efectiva de aprovechar y dirigir nuestra energía en cada momento.

Los invito a que hagan la suya y sea una lista viva. Que siga los lineamientos de un cronograma para un equipo de trabajo exitoso. No vale de nada hacerlos con gran esfuerzo y detalle, si no están en constante actualización, revisión y dinamismo, sino establecen metas de forma clara, medible y alcanzable. Piensen, sueñen, revivan, recuerden y escriban, pero sobretodo: ¡No engaveten! Peguen su lista en el lugar más visible que encuentren y puedan, revísenla y vayan tachando lo cumplido. Escriban cosas nuevas, especifiquen sus metas. ¡Quiero correr un maratón, quiero correr 10K, quiero correr NY! Denle vida a su lista de la única manera posible: ¡Viviendo! Como si no tuviéramos la vida por delante, sino un par de meses. Porque en realidad, no podemos saberlo.

Comparto la mía de hoy. Mi Lista de Vida:

1. Disfrutar muchos años junto a mis hijas

2. Vivir enamorada y enamorándome

3. Volver a Boston

4. Visitar a mi prima en sus misiones de la UNESCO en muchas partes del mundo

5. Visitar a Karla en Serbia y a Alina en CA

6. Comunicarme con mis seres queridos que ya no están, aunque sea en sueños

7. Conocer Machu Pichu

8. Visitar a Rox y Roberto en DC

9. Seguir programando, desarrollando software y explorando nuevas tecnologías

10. Asistir a seminarios, ferias y muchos eventos especializados en mis temas de interés

11. Practicar yoga. Llegar a tocarme la punta de los pies con las piernas estiradas

12. Meditar. Ver colores y sentir que floto, sin noción de tiempo, ni espacio. Sin uso de químicos, ni plantas

13. Aprender a tocar el piano

14. Aprender francés

15. Mejorar mi italiano y perfeccionar mi inglés

16. Crear una marca y un proyecto reconocido en educación temprana y promoción de lectura

17. Estudiar psicología y tener oportunidad de establecer una consulta

18. Escribir constantemente. Ser publicada, leída y referida

19. Leer. Siempre estar ansiosa por regresar a casa a seguir leyendo ese libro espectacular que estoy por terminar y pensar en el siguiente, pero sin querer despedir el actual.

20. Viajar con mis hijas

21. Tener una casa frente al mar y windsurfear y bucear cada vez que desee

22. Ser la primera en saber las noticias importantes de mis hijas y participar en sus vidas siempre

23. Disfrutar de mis nietos tanto como disfruto de mis hijas

24. Tener salud, estar en forma y disfrutar de unas finanzas estables que permitan todo lo anterior
 
25. Morir como dice Milagros Socorro: " ... a manos de un amante celoso, a los 89 años (o más) y con toda razón."