domingo, 28 de noviembre de 2010

Erró mi torpe mano

Aníbal Guerra aceptó trabajar los carnavales en el bar América, ubicado al final de la avenida Baralt. El dueño, el italiano Francesco, de bigotes y brazos gruesos, se lo advirtió: esto será un infierno, nada de fiao. La tarde no refrescaba y la gente había ido llegando. Francesco estaba entre la barra y la cocina, mientras que Aníbal despachaba cerveza y coñacs en partes iguales. Solo alguna que otra mujer con marcado acento decía “un anísito, mi amor”. 
Entre los clientes habituales estaba el Dr. Bustamante quien llegó con su usual comitiva de tres abogados, siempre conversando entre ellos, ninguno estaba disfrazado. Del grupo de los poetas, que en ocasiones ocupaba más de dos mesas, no había llegado nadie. El bar estaba lleno de turistas y gentes venidas de la otra costa del lago, así que cuando Don U llegó con Felipe tuvieron que conformarse con una esquina en la barra, donde Aníbal rápidamente les sirvió brandys en sendas copas. 
Don U tenía un año de luto por su hermano Santos. Quedaron huérfanos cuando Don U tenía siete años, ambos  criados por su abuela materna. Santos había sido su referencia, su gran hermano, por eso el luto. Del chaleco sacó la boquilla y en un acto instintivo encendió un cigarrillo y de espaldas a la barra oteó el bar que ya estaba lleno de disfrazados y francesas
En una mesa cerca de la entrada estaban tres hombres sin disfraces, por su pinta parecían paisanos, policías de civil. Habían llegado después del mediodía, estaban borrachos. José Fuenmayor había llegado de La Fría a celebrar los carnavales con su amigo Miguel Cadenas. El tercero un compañero de trabajo.
Miguel Cadenas, no era marabino, venía de la Fría. Llegó buscando oportunidades de negocios y terminó trabajando para el gobierno. Solía comentar a sus amigos que era una suerte de espía, aunque aquellos  que lo conocían bien, los que sabían su historia, no creían en él. Recordaban el cuento del becerro. Siendo todos más jóvenes, Miguel se apareció con un becerro amarrado y lo cargaba en el lomo como un gran premio. Les contó como lo había enlazado y  degollado con sus propias manos. Seguía su historia con que se lo había robado de la finca de los Colmenares, los hacendados más ricos de la región. Los amigos no podían creer tanta osadía de Miguelito, él que había sido un cobarde, que no se montaba en burro de noche por la sierra, que en lo que bebía se ponía dormilón y fastidioso. Pues allí estaba, Miguelito transformándose en Miguel. Uno dijo -vamos a hacer una fiesta y nos los comemos, y otro consigue la caña y más allá —invitemos a las mujeres. Miguel no decía nada. Seguía parado con sus botas de trabajo y el becerro hediondo colgado de los hombros. Entonces comentó que ese becerro era para su familia. El ambiente de fiesta que se había formado alrededor del animal como un altar cayó a la deriva, hasta de mal humor se pusieron algunos. Miguelito explicó entonces que lo hizo pensando en su familia y que para el viernes volvía a la finca La Colmena y se cogía otro becerro. De nuevo el ambiente de fiesta y hurras para Miguel. Llegó el viernes y Miguelito no aparecía, lo fueron a buscar a su casa y no salió, ¿qué le pasaba a Miguelito?, si hoy en la noche repetiría su hazaña, no ocurrió nada ni esa noche ni las siguientes. Miguelito tampoco se reunía con sus amigos, los había dejado. Tal proeza no podía quedar en el olvido y, con el transcurrir de los días el rumor de la historia fue cayendo en todas las casas como un itinerante. En cada puerta una variación: no fue un becerro fueron dos, sí uno lo tenía vivo, se llenó de gallinazo para que no lo vieran y los animales no lo olieran. Así la historia fue cogiendo vuelo y llegó a los oídos del Sr. Colmenares, usualmente parco, solo le dejó un mensaje en el bar del pueblo: “todo es mentira a mi no me han robado nada y el que me robe ya sabe lo que le va a pasar”. Un mensaje que atravesó el pueblo más rápido que un caballo desbocado. La familia de Miguel, temerosa, admitió que lo habían comprado. 
Afuera se ocultaba el sol picante y el frescor venido del lago aliviaba la tarde. Dentro del bar, el calor era de mediodía. Había antifaces, mujeres disfrazadas con máscaras y hombres borrachos con sombreros. Las parejas bailaban al ritmo de la vitrola. Algunas mujeres salpicaban con fuelles llenos de harina o maicena jugando a carnaval o regalando máscaras. Los poetas ajenos a la fiesta hablaban:
—Udón, pero no crees que el Zulia debería levantarse, el gobierno central se está burlando, esta revolución no ha hecho nada por el Zulia. Es igual a Guzmán.
—Para poder hacer algo así tenemos que tener el apoyo de Europa o por lo menos de Estados Unidos. Recuerda lo que pasó hace unos años.
—Conozco gente que está dispuesta a enfrentarse. Si nosotros como intelectuales hacemos algo, el mundo escucha.
—El mundo no escucha, ni siquiera los hombres nos oyen, no podemos sino seguir elevando con nuestra lírica, con nuestra prosa la voz del Zulia, como una sola y gran fuerza: unidos.
Felipe, sin responder, brindó y chocaron las copas.
—No nos queda otra finalizó Don U.

—¿Quiénes son esos dos, de qué están disfrazados?, preguntó Fuenmayor, con el cabello y la camisa salpicados de maicena. Señalando los únicos dos cuerpos intactos en el festival.
—Esos son unos artistas,  siempre vienen por acá, respondió el compañero de Miguel, quien lucía un antifaz azul metálico que recordaba a un gato. -¿Qué se habrán creído, por qué no los  enharinamos? dijo Fuenmayor.
—No, intervino Cadenas. Dejemos a esa gente tranquila.
—¿Vos no sois gobierno?-repicó con sorna Fuenmayor- ¿dizque espía?
—¿Espía? contestó el compañero y soltó una carcajada que cayó en Cadenas como un balde de agua fría. Nosotros somos guardias civiles, asignados a la entrada de los tribunales.
—¿Vigilantes?
—Guardias civiles. Estamos armados.
Miguel no contestó. Sus botas militares eran lo único que lo identificaba como guardia. Tomó un puñado de harina de la mesa y con la cerveza en la otra mano atravesó el local. Anduco con equilibrio precario entre las personas que seguían bailando. Llegó a la esquina de la barra, Aníbal-el barman- lo vio venir pero  se distrajo sirviéndole a una insistente señora. Miguelito, orondo, volteaba a la mesa donde estaban sus amigos y con un grito que no molestó a nadie dijo: carnaval y le vació la mano en las cabezas de los poetas. 
—Déjese de vainas, no ve que no estamos jugando, dijo Don U con el polvo todavía flotando en el traje veteado.
—Aquí todos juegan respondió Miguelito. Retador.
—Pero, ¿usted es memo o qué? Insistió Udón, que ya se había levantado. En su copa flotaban grumos blanquecinos. 
Felipe intervino.-Dejalo que está jugando.
 No había terminado de hablar cuando Miguelito  lanzó un segundo puñado de harina que salpicó a los dos. Desde la barra, Aníbal veía la tensión; las parejas enfiestadas seguían de rumba. 
Don U, sin replicar, sacó de la pechera una revólver. Felipe conocía a su amigo y  trató de detenerlo. Los ojos aindiados fijos sobre Miguel y la cara sin mediar palabra. El poeta tan elocuente estaba callado. El amigo trató de calmar los ánimos y Miguel dejó de reír. El poeta iba en serio y Miguel fue retrocediendo, luego corrió a esconderse.
Sonó un disparo. Miguel se metió debajo de una mesa. Estalló un segundo disparo. La música seguía en el ambiente pero su función ya era otra: cubrir los gritos de las mujeres que  despavoridas abandonaban al Bar América. Algunos curiosos se quedaron pero la fiesta había terminado. 
Miguelito fue de los primeros en largarse con sus dos amigos, ni pensaba en el becerro, solo recordaba la expresión del poeta. Su rostro sobre él que le impidió sacar la pistola.
Aníbal nunca había visto tanta sangre. Entre las mesas Felipe moría.
 —Búsquese un doctor, le demandó Don U al muchacho que se perdió tras la barra buscando a su jefe. Pocas personas se acercaron.
 Don U aguantaba a Felipe desfallecido. Le susurraba —perdóneme. Felipe inconsciente no oyó una palabra, la mancha roja los unía a los dos como una faja siamesa.
 Don U se quedó a su lado hasta que llegaron las autoridades. Felipe ya estaba muerto.

3 comentarios:

  1. Me encantó. El texto es interesantísimo y las escenas de movimiento están muy bien logradas. Una narración muy real y una historia muy interesante. Provoca seguir leyendo.

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  2. También me gustó mucho el título. El tono del mismo guarda relación con lo narrado.

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  3. En el tercer párrafo, la segunda oración está confusa. Arréglela y se verá estupenda su escena.
    Muack!

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