miércoles, 28 de julio de 2010

ESCENA DE MUERTE. Por Carlos Sánchez

Lloraban, gritaban pidiendo ayuda. La madre, de presencia apacible, facciones suaves, de una belleza apenas perceptible y contextura atractiva a sus casi cuarenta años, sostenía el rostro del moribundo en sus brazos. Estaban justo a la entrada de la tienda donde, debido a la habitual escasez en las navidades de los setenta, esperábamos en una larga cola la llegada del carro repartidor de leche. En medio de la multitud su hija adolescente, desaliñada de ropa y pelo, de gran parecido a su madre, suplicaba por agua para el moribundo. Su hermana menor, que a duras penas llegaba a diez años, con un hermoso cabello castaño ondulado y vestida de falda flores, no se movía del lado de su madre. La niña no podía evitar que sus ojos desaguaran torrentes de lágrimas y gemía insistentemente evitando que su inmenso dolor le robara el aíre.

Pronto apareció una mano con la vasija de agua, inmediatamente la hermana mayor llevó el líquido hacia la boca jadeante del moribundo y no habiendo este recibido más que un sorbo, se desató lo inevitable: la muerte se le echo encima, dejando a la vista de todos, unos ojos brillantes que no miraban más. La boca del cadáver quedó abierta con su lengua descolgada y unos colmillos filosos despuntaban amenazantes, pero ya sin intimidar.

Así comprendí, a mis seis años, después de unos interminables minutos, entre el llanto de las dolientes y el silencio de los espectadores, lo que pasaba con los vivos; ¡nos quedábamos sin poder despertar, nos convertíamos, vaya a saberse cuando, en monstruosas estatuas, sin poder dar marcha atrás! Había escuchado a mi madre advertirme, en muchas ocasiones, sobre la posibilidad de morir por infinitas causas, siempre afirmando que cada cual es responsable del hecho, sin yo entender, para ese entonces, que después de morir nadie tiene que responder por nada. Entendía la muerte como quién entiende el dolor del hambre o la angustia de la sed, pero la certeza de su presencia, cual espada de Damocles, me pegó ese día.
Autor: arlos Sánchez

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