miércoles, 28 de julio de 2010

ESCENA LA ADIVINA. Por Carlos Sánchez.

Solo habían dos cosas en que mi madre no era tacaña: mi hermana y las adivinas. En las brujas, como también las llaman, mi madre gastaba sin consideración, era casi adicta, asistía a por lo menos a una cita semanal. Por esto cuando nos mudamos a la casa que compró mi padre, para estar cerca de su familia, y mi madre se enteró de que la romería diaria de autos que visitaban la casa de nuestros vecinos, eran clientes que llegaban para ser atendidos por una adivina, el rostro de ella adquiría una expresión de niña precoz cuando debía salir de la casa o atendía a alguien en la entrada, nunca pudiendo evitar una mirada de soslayo hacia dicha casa. A pesar de mis ocho años, no entendía como tantas personas tenían la certeza de que su vida estaba regida con algo que normalmente se usaba para jugar.
Lo que contuvo a mi progenitora para pedir una sesión con la bruja vecina, era que le temía a estar en la lengua de sus vecinos más que a las serpientes; se ponía histérica solo con verlas en televisión o fotos. Pasó largas noches tratando de conciliar el sueño, pensando en que la luz a todas sus intrigas se podría encontrar justo atravesando el muro de su habitación. Para ella lo importante era lo que pudiera saber, no como se lo dijeran: con la baraja; actividad básica de las brujas; el tabaco, el cigarrillo, el café ó el chocolate, incluso con riegos. Mi madre era adicta al saber. Buscaba saber, un saber siempre del presente, porque las brujas no se especializan en el futuro, no señor, se especializan en el presente, la riqueza esquiva, los enemigos ocultos, los peligros cotidianos, las traiciones e infidelidades, todas del presente, por esto los mafiosos y mágicos; se les decía mágicos a los que aparecían con riqueza de la noche a la mañana; eran los más asiduos clientes de estas especialistas.
Como casi siempre, a mi madre las cosas se le daban; solo esperaba y se le daban. En menos de dos meses la bruja se mudó. Una semana después mi madre ya estaba en la sala de espera, de la antes bruja vecina, para que le adivinaran la suerte. Solo yo la acompañé, porque siempre que había servicio doméstico me tocaba, como hijo mayor, salir solo con mi madre en sus incursiones al mundo exterior; siempre yo era el escudo para defenderse de la paranoia que sentía hacia el temido chisme. El viaje fue largo y además único. Solo fuimos a una “consulta”, mi madre dijo que no era efectiva, que era un fraude, por eso la siguiente lectura de naipes se la hizo con la bruja de siempre, donde unas semanas después tuve el primer encuentro con uno de los que conocería luego como “cacorros”; unos chandosos que no son capaces de amar mujer alguna, se aman demasiado a sí mismos para ello, por lo que prefieren pagar para tener sexo con muchachos, sonsacarlos o cuando se les da la facilidad violar niños.
Autor: Carlos Sánchez
CESGO

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