viernes, 14 de enero de 2011

Las cartas de mi abuela

Mi abuela es la mejor escritora que he conocido, cosa bastante sorprendente para alguien que no sabía escribir con propiedad. De alguna manera, logró completar tres o cuatro grados de primaria, los cuales no fueron suficientes para permitirle dominar las normas básicas de ortografía, gramática y sintaxis que rigen nuestro idioma.
Sin embargo, no le hacían falta. Ella lograba comunicar sus ideas, experiencias y anécdotas con la ayuda de un bolígrafo de tinta azul, que en ocasiones dejaba charquitos de tinta al final de las palabras, y hojas blancas sobre las cuales trazaba líneas claritas a lápiz, que borraba al terminar la carta. La invención del papel rayado le ahorró mucho trabajo.
Jamás entendió la necesidad de tener dos íes, la griega y la latina, porque ambas sonaban igual. Entonces, ¿para qué complicarse la vida con dos letras que hacían lo mismo? Utilizaba indistintamente la vocal o la conjunción, siguiendo la inspiración del momento. Tampoco imaginaba la utilidad de la hache, la letra muda, la de las “almoadas”, las “alajas” y la flor de “azar”, pero que jamás omitió al referirse a la Alhambra. Quizás sea porque esta última quedaba muy cerca del pueblo donde nació.
Pasé poco tiempo con ella, vivíamos muy lejos, pero su pasión por las letras lograba franquear la distancia que nos separaba y, por curioso que parezca, en ocasiones estábamos más al corriente de su vida que de la de otros parientes que vivían a minutos de mi casa. Tampoco le gustaba hablar por teléfono: lo suyo era escribir. Todos los meses recibíamos una de sus cartas.
Recuerdo con especial cariño las que me enviaba por mi cumpleaños. Cada veintidós de noviembre esperaba con ansias al cartero. En ocasiones llegaban antes, pero nunca después; se aseguraba de que fueran entregadas a tiempo marcándolas como “certificada” y “urgente” y colocándoles el doble de las estampillas requeridas. Además, empezaba a escribirlas el primero de octubre: el servicio postal necesitaba quince días para entregarlas; ella poco más de un mes para redactarlas.
Su caligrafía, de caracteres grandes y generosos, era de trazos irregulares, problema este que se agravó cuando la artritis le deformó las manos. Mi mamá me leyó las primeras cartas, porque, por más que me empeñaba, no lograba entenderlas. Escucharlas era un placer.
Con el tiempo, aprendí a leerlas por mí misma. Esas crónicas deliciosas me llevaron de su mano por La Gran Vía, me aliviaron el calor del verano en La Cibeles, me hicieron cruzar las puertas de Alcalá y contemplar las maravillas del Parque del Retiro.
Gracias a su prosa sencilla, supe que en ese lugar no se pueden cortar las flores: en 1.930, ella paseaba con mi abuelo y vio una rosa espectacular. Cuando pensaron que nadie los veía, él la cortó y se la dio. Inmediatamente apareció un policía que le impuso una multa de ciento cincuenta pesetas. Quizás hoy en día esa suma parezca ridícula, ni siquiera la moneda existe, pero en aquella época era una cifra exorbitante. Y lo peor fue que no le permitieron conservarla. Después de pagar la multa, le pidió al policía que se la devolviera, pero el funcionario se limitó a responderle: –aquí no se venden flores.
Fue una escritora muy dedicada. Le tomaba treinta días escribir las cuatro páginas que nos enviaba sin falta cada mes. En muchas de ellas empezaba diciendo: "Acabo de echar la carta en el correo..." Siempre estaba escribiendo.Las cataratas interrumpieron su trabajo a la edad de ochenta y dos años. No encontró a nadie a quien dictárselas.






Irene de Santos

2 comentarios: